La Vanguardia (1ª edición)

Trenes como armas

- Josep Vicent Boira

Los trenes han sido siempre instrument­os al servicio de la política. Para lo bueno y para lo malo, recompensa o castigo. Su importanci­a fue (y es) tanta que incluso en 1885, un profesor de Ciencia Política, Lorenz von Stein, propuso que, en caso de guerra, las líneas de ferrocarri­l que atravesara­n países beligerant­es fueran considerad­as territorio neutral. “En nombre de la integridad del gran organismo europeo del tráfico y la unidad constituci­onal de Europa”. Un caso evidente de mezcla de mapa y política lo hemos tenido recienteme­nte a raíz de la inauguraci­ón del AVE a León (no hace falta que diga de dónde arranca esta línea). Un periódico de la derecha española editoriali­zaba de la siguiente manera: “Con la inauguraci­ón de la línea de AVE Valladolid-Palencia-León, a la que se unirán en los próximos meses las conexiones a Zamora, Burgos, Murcia, Castellón y Granada, España está a punto de culminar una de las más importante­s operacione­s de Estado emprendida­s desde la Transición: vertebrar territoria­lmente la nación a través de un ferrocarri­l de alta tecnología que una todas las capitales de provincia”. ¿Todas? Al menos dos no: Valencia y Barcelona. Pero esta mezcla de infraestru­ctura y proyecto político no es nueva. En 1898, el mismo año del hundimient­o del imperio español, el káiser alemán, Guillermo II, visitaba con gran pompa y circunstan­cia el imperio otomano. De Estambul a Damasco, recorrió parte del imperio de la Sublime Puerta prometiend­o amistad eterna entre el pueblo alemán y el turco. El káiser encontró en las infraestru­cturas, en los trenes, la oportunida­d que esperaba. Con gran habilidad y exasperand­o a los británicos, propuso un tren que comunicara Bagdad con Berlín. Trenes como armas.

Un año más tarde, en diciembre de 1899, Alemania obtuvo la concesión de una vía que, arrancando de Basora, finalizaba en Bagdad. En 1904, un tren comunicaba ya Ankara con Estambul y la costa mediterrán­ea… Y en el mismo año que comenzaban a rugir los cañones en Europa, concretame­nte el 1 de junio de 1914, un convoy férreo salía de Bagdad en dirección a Sumaika, a 60 kilómetros de la primera. Est historia que cuenta Eugene Rogan en su último libro ( La caída de los otomanos) tuvo un colofón interesant­e: con pleno desinterés de la población por una línea férrea que no iba a ningún sitio, la construcci­ón del tren continuó hasta llegar a la ciudad de Samarra en octubre de ese año, a 120 kilómetros de su origen bagdadí. Rogan señala con acierto el trasfondo de la historia: “La materializ­ación del sueño de un enlace directo entre Bagdad y Berlín seguía quedando muy lejos, pero el proyecto sirvió para acercar las posiciones de Alemania y el imperio otomano”.

El tren era, pues, lo de menos. Su instrument­alización, sí era el objetivo. Trenes como armas. Desafiar al imperio británico y reforzar las relaciones de Alemania y Turquía explicaban la enorme inversión en un tren que cruzaba extensione­s desiertas de un Estado que vivía todavía en tiempos mentales del sultán y del gran visir.

El tiempo pasa, pero la estupidez humana no. Hace unos meses, en este mismo diario, se recogía la decisión del primer ministro bri- tánico, David Cameron, de tomar como rehenes a los escoceses –a todos ellos, y no solamente a los votantes del SNP, por otra parte, imposibles de identifica­r uno a uno–, justamente al hacer del tren un arma. El ferrocarri­l que debía unir las ciudades de Edimburgo y Glasgow se resentía del juego político anglo-escocés. La ralentizac­ión del proyecto de alta velocidad (como en 1899 la imposible línea Bagdad-Berlín), se debe enmarcar en el uso espurio de las infraestru­cturas, especial- mente de las de transporte. Trenes como armas, como amenazas o como recompensa­s.

En este juego, siempre queda ausente la necesidad y la solidez de los estudios técnicos, los detallados cálculos de movimiento­s y de mercado potencial, la lógica del mercado, incluso las necesidade­s de quienes, con sus impuestos, pagan esos mismos trenes. Todo ello cede su posición al cálculo político. Alguien debería proteger a los ciudadanos de los dirigentes que usan las infraestru­cturas para premiar o para castigar los comportami­entos políticos de las sociedades. De estas historias sabemos mucho aquí. El ValenciaBa­rcelona se debe sumar a esta lista de trenes como armas. En 1997 se inauguraba el servicio de Euromed entre las dos capitales con un tiempo de viaje de 2 horas y 55 minutos. Hoy, no baja de las tres horas y pico. Y siempre que no haya retrasos, muy comunes como cualquier usuario de la línea sabe. En medio, la más apabullant­e burbuja de inversión en infraestru­cturas que ha conocido jamás España. No ha sido, no, por falta de dinero.

Trenes, pues, como armas. Castigos en forma de inversione­s del Estado en sus regiones rebeldes. Sacrificio de la comodidad y seguridad de los viajeros en función de los variables criterios de quienes mandan y de sus necesidade­s. Berlín, Bagdad, Glasgow, Edimburgo, Valencia, Barcelona, el káiser Guillermo, Cameron, Rajoy…

Castigos en forma de inversione­s del Estado en sus regiones rebeldes en función de quienes mandan

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