“Todavía echo de menos a mi agresor”
Una víctima de la violencia machista cuenta su historia porque quiere ayudar a concienciar más a la sociedad
María se aferra a su relato como se agarraría la víctima de la crecida de un río a una rama saliente. Quiere evitar que la corriente acabe arrastrándola. La fuerza que la empuja es el torrente de sus sentimientos, muchos de ellos contradictorios. Desprecia a su agresor y hasta le desea la muerte. Lo paradójico es que a la vez le echa de menos cada día. Hasta hace muy poco, vivía todavía pendiente de sus mensajes en el móvil. Es un síndrome de Estocolmo doméstico. “Perdí mi dignidad y ahora la estoy recuperando”, dice mientras se seca las lágrimas. Es otro caudal que surge y se seca durante su relato.
María forma parte de ese 12,5% de mujeres españolas mayores de 16 años que han sufrido en alguna ocasión violencia sexual, física o psicológica. “Solo me pegó una vez, pero el maltrato psicológico fue permanente durante los ocho años que estuvimos juntos”. Hace dos que abandonó el piso que compartía con su maltratador en Barcelona. A veces con voz temblorosa y otras con tono firme y nítido explica que quiere contar su historia, porque “la sociedad no puede cerrar los ojos y ha de desterrar para siempre expresiones como ‘algo habrá hecho’, que todavía oigo por ahí”. En un acto de íntima sinceridad añade que esta especie de confesión con vo- cación de ser pública –todavía no se atreve a mostrar su rostro ni a facilitar su identidad– la puede ayudar a “canalizar el rencor hacia algo bueno”.
“¿Cómo alguien tan guapo y apuesto podía haberse fijado en mí? Me envió muchas señales que debí haber reconocido en los primeros meses, pero para mí era un príncipe maravilloso que acabó convirtiéndose en un monstruo”. Esta mujer tiene 52 años y dos hijos mayores de edad. Es vecina de l’Hospitalet de Llobregat, aunque vivió en Barcelona mientras duró su dañina relación. Describe con todo detalle los medios por los que su expareja llegó a tenerla tan controlada, que hasta logró que se alejara de sus amistades y que dejara un trabajo. La presionaba con la sospecha infundada de que estaba manteniendo relaciones sexuales con su jefe.
“Yo no es que fuera masoquista o tonta. Es que sentía que no tenía salida. Me daba cuenta de todo, pero no sabía encontrar el camino. En realidad, no sabía vivir sin él. Y ahora, hasta hace poco, fantaseaba con matarlo. Era una obsesión movida por la venganza. Dice la psicóloga que pronto llegaré a la llamada fase de indiferencia, pero lo echo de menos todavía. Soy consciente de que no puedo volver con él, pero lo echo de menos”. A pesar de que todos los terapeutas le recomendaron que cortara de raíz el contacto con él, no ha cumplido del todo con ese mandamiento. El WhatsApp se interpone.
Desde el principio, él la sometía a vaivenes emocionales. Era capaz de parar el coche en seco y culparse de ser un “cabrón” por no quererla suficiente, por haber estado jugando. “Y después me abrazaba, me besaba y me volvía a decir que me quería”. El tiempo fue pasando y se consolidó tanto su dependencia de él como las riñas y los enfados. Se enojaba con ella por cualquier motivo, incluso por su pasado. Le hacía continuos reproches. Tras la tormenta, llegaba el castigo. Se pasaba horas y hasta días sin hablarle por mucho que ella le dirigiera la palabra. Nada. Silencio despectivo.
De repente, todo hacía un giro súbito y el agresor se comportaba como si nada hubiera ocurrido. Eran palabras amables que envolvían cargas de veneno: “Es que tú me obligas a hacerlo, cariño. Tú eres la culpable de lo que ocurre”. “Sin motivo alguno, llegué a creerme durante mucho tiempo que era una ladrona, una mentirosa compulsiva y una puta”. Tras las tensiones, llegaba de nuevo la luna de miel. Ese ciclo completo se reprodujo una y otra y otra y otra vez.
Las discusiones solían producirse de noche. A esas horas, el dique del alcohol soportaba más presión. “Tomaba chupitos de whisky a cualquier hora y si tenía sed, no bebía agua sino cerveza”. Durante una velada en el 2013, se produjo la agresión física. Se levantó del sofá y se puso frente a ella, que también estaba sentada. Con calma y parsimonia, le quitó las gafas. “Y entonces empezó a darme puñetazos, sobre todo en la cabeza, aunque se le escapó uno al pómulo y otro me dañó el labio”. No dejó casi marcas. “Paró de pegarme cuando se cansó.”
Huyó como otras veces a casa de sus padres, donde vivía también uno de sus hijos. “Te sientes como un desecho. Sabes que deberías denunciarlo, pero no lo haces. No quería perderlo y, además, tenía miedo de lo que le pudieran hacer”. Le volvió a perdonar y pasó otro año con él.
En la primavera del año pasado se produjo la huida de la casa del agresor. Esta vez, el motivo de la discusión fue la funda de un cojín. Cualquier cosa servía. “Estaba desconsolada y no me hacía ni caso. Dejé las llaves en el mármol de la cocina y me fui”.
Tras aquello se inició el periplo por la asistencia social y la psicóloga. Unos días después se fue a una casa refugio dependiente de una orden religiosa. “Yo ni de soltera había ido jamás a ningún sitio sola”. Compartió con las monjas –“todas iban de calle”– techo, comida y algunas tareas. La directora le entregó un libro al llegar titulado Mi marido me pega lo justo. Cada día hablaban de uno de los capítulos. Aquello le fue bien. Ahora continúa haciendo terapia y mantiene viva su lucha interna. Por ahora, va ganando la mujer que quiere alejarse del agresor. Hace seis meses, el agresor hizo un nuevo intento de hacerse con el control. La abordó en la calle. “Me pidió que volviéramos y hasta me que me casara con él. Pero ni loca. En otro tiempo, me hubiera puesto loca de contenta y hubiera corrido a sus brazos”.
ATAQUES SIN DENUNCIA S “No es que fuera masoquista o tonta; es que sentía que no tenía salida”
ENAMORAMIENTO PATO LÓGICO “Te sientes como un deshecho; sabes que deberías denunciarlo, pero no lo haces”