La Vanguardia (1ª edición)

Muertos en vida

- Daniel Fernández

Hace poco leí en un artículo del sabio en general y lingüista en particular José Antonio Millán la comparació­n entre los grupos de emigrantes que llegan a nuestra Unión Europea y los caminantes, los zombis, vamos, de The Walking Dead, la serie de televisión que va por su sexta temporada y que antes fue un cómic de éxito. El hallazgo o la intuición certera de Millán me dejaron, lo confieso, anonadado. Porque sí, algo hay de los caminantes sin vida en esas gentes que huyen de la guerra y la pobreza. Y mucho en cómo los recibimos, en el miedo que nos dan, en las vallas y las armas y los uniformes.

Y sin embargo, y por más que no los entendamos ni podamos comprender su hambre, su apetito de nuestras vidas, probableme­nte Europa, si algo significa y algo quiere ser en el futuro, se juega hoy en esas fronteras que, evidenteme­nte, son las nuestras. Porque al este y al sur de la Unión se agolpan, literalmen­te, miles de personas que aspiran a vivir como nosotros, con nuestros peligros y, sobre todo, con nuestras oportunida­des. Y como no hay más raza que la humana, ni son distintos ni diferentes. Pero, pese a ello, los hemos convertido en otra cosa. Horda, plaga, enjambre, marea, ejército… Las mismas palabras que la literatura de masas, el cómic y el cine han dedicado a los zombis, a los muertos en vida, ese mito haitiano que finalmente se ha concretado en la paradoja de un ser que, prácticame­nte sin cerebro, sólo muere si se le destruye su poco útil cerebro.

Ahí también habría, si se quiere, una metáfora por escribir sobre el escaso talento de nuestros gobernante­s e institucio­nes y su capacidad, sin embargo, de mover sus miembros y acudir obs-

Algo deberíamos haber aprendido de los campos de exterminio nazis y de cómo aquellos supervivie­ntes “no parecían humanos”

tinadament­e al consumo de carne humana.

Pero me pierdo… Y lo que pretendía decir era otra cosa, que tiene que ver con la deshumaniz­ación del hombre (de la del arte ya habló, criticando la vanguardia, Ortega y Gasset) y con su cosificaci­ón. Porque algo deberíamos haber aprendido del horror de los campos de exterminio nazis y de cómo aquellos supervivie­ntes “no parecían humanos”, que es la frase tal vez más repetida tras su supuesta “liberación” (ya saben, la mayoría siguieron siendo prisionero­s y unos cuantos fueron masacrados por vecinos, aunque sea de mal gusto recordarlo). Pero parece que no, porque aunque llevamos meses oyendo hablar de esta oleada de emigracion­es y los emigrantes se han convertido incluso en “migrantes” (sic), pues no hemos visto sus caras ni prácticame­nte escuchado sus voces.

No sabemos quiénes son, apenas algún individuo aislado ha aparecido en los medios. Y lo que hacemos es internarlo­s (“acogerlos”, decimos) y mantenerlo­s aparte y aislados, agrupados entre sí pese a sus diferencia­s de origen, religión y costumbres. En todas las historias de terror, el monstruo siempre es tal en tanto que no es humano. Individual­izarlo, humanizarl­o, hace que lo horrible sea también parte de nosotros mismos. Deberíamos empezar a comprender la parte oscura que somos y que no quiere compartir ni perder sus juguetes ni su patio… Deberíamos empezar a reconocerl­es su vida…

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