Muertos en vida
Hace poco leí en un artículo del sabio en general y lingüista en particular José Antonio Millán la comparación entre los grupos de emigrantes que llegan a nuestra Unión Europea y los caminantes, los zombis, vamos, de The Walking Dead, la serie de televisión que va por su sexta temporada y que antes fue un cómic de éxito. El hallazgo o la intuición certera de Millán me dejaron, lo confieso, anonadado. Porque sí, algo hay de los caminantes sin vida en esas gentes que huyen de la guerra y la pobreza. Y mucho en cómo los recibimos, en el miedo que nos dan, en las vallas y las armas y los uniformes.
Y sin embargo, y por más que no los entendamos ni podamos comprender su hambre, su apetito de nuestras vidas, probablemente Europa, si algo significa y algo quiere ser en el futuro, se juega hoy en esas fronteras que, evidentemente, son las nuestras. Porque al este y al sur de la Unión se agolpan, literalmente, miles de personas que aspiran a vivir como nosotros, con nuestros peligros y, sobre todo, con nuestras oportunidades. Y como no hay más raza que la humana, ni son distintos ni diferentes. Pero, pese a ello, los hemos convertido en otra cosa. Horda, plaga, enjambre, marea, ejército… Las mismas palabras que la literatura de masas, el cómic y el cine han dedicado a los zombis, a los muertos en vida, ese mito haitiano que finalmente se ha concretado en la paradoja de un ser que, prácticamente sin cerebro, sólo muere si se le destruye su poco útil cerebro.
Ahí también habría, si se quiere, una metáfora por escribir sobre el escaso talento de nuestros gobernantes e instituciones y su capacidad, sin embargo, de mover sus miembros y acudir obs-
Algo deberíamos haber aprendido de los campos de exterminio nazis y de cómo aquellos supervivientes “no parecían humanos”
tinadamente al consumo de carne humana.
Pero me pierdo… Y lo que pretendía decir era otra cosa, que tiene que ver con la deshumanización del hombre (de la del arte ya habló, criticando la vanguardia, Ortega y Gasset) y con su cosificación. Porque algo deberíamos haber aprendido del horror de los campos de exterminio nazis y de cómo aquellos supervivientes “no parecían humanos”, que es la frase tal vez más repetida tras su supuesta “liberación” (ya saben, la mayoría siguieron siendo prisioneros y unos cuantos fueron masacrados por vecinos, aunque sea de mal gusto recordarlo). Pero parece que no, porque aunque llevamos meses oyendo hablar de esta oleada de emigraciones y los emigrantes se han convertido incluso en “migrantes” (sic), pues no hemos visto sus caras ni prácticamente escuchado sus voces.
No sabemos quiénes son, apenas algún individuo aislado ha aparecido en los medios. Y lo que hacemos es internarlos (“acogerlos”, decimos) y mantenerlos aparte y aislados, agrupados entre sí pese a sus diferencias de origen, religión y costumbres. En todas las historias de terror, el monstruo siempre es tal en tanto que no es humano. Individualizarlo, humanizarlo, hace que lo horrible sea también parte de nosotros mismos. Deberíamos empezar a comprender la parte oscura que somos y que no quiere compartir ni perder sus juguetes ni su patio… Deberíamos empezar a reconocerles su vida…