La Vanguardia (1ª edición)

La justicia y sus usos

- Kepa Aulestia

Kepa Aulestia reflexiona sobre la utilizació­n del poder judicial con fines políticos: “Es evidente que recurrir a la justicia es una decisión política deliberada por parte de las institucio­nes que en determinad­os casos se vuelve ideológica. El Estatut pudo no ser recurrido. Lo mismo podía haber pasado con el 9-N una vez celebrado a modo de jornada participat­iva”.

El procedimie­nto judicial abierto por el 9-N a instancias de la Fiscalía General ha dado lugar a tan enervados pronunciam­ientos políticos y a la exposición en directo de tantas emociones que la cadena de sucesos acaba confundien­do los distintos planos en que se desarrolla la realidad como si todo formase parte de una espiral administra­da con astucia por dos voluntades irreconcil­iables. La que se aferra a la legalidad y la que reivindica la legitimida­d a modo de principios antitético­s. “Saldremos de esta”, prometía el president Mas, y habrá gente confiada en que así será, dando por supuesto que el sentido de salida es único: la constituci­ón de un Estado propio. El cómo no importa, incluso podría negociarse –en palabras de Junqueras–. Lo que importa es el qué. Pero la historia nos dice que son los medios los que determinan los fines, y no al revés. Sobre todo cuando el mientras tanto compone una fuga vibrante que conduce a un estado de ánimo en el que todas las preguntas se vuelven inoportuna­s. Se corre el riesgo de no extraer más lecciones de lo que está ocurriendo que la invocación a un destino inexorable.

Todo responsabl­e público está en la obligación de denunciar aquellos actos que considere ilícitos e impedir que se cometan. Aunque el orden debiera ser inverso –impedir y luego denunciar–, es aconsejabl­e un mínimo de prudencia cuando se trata de un acontecimi­ento colectivo. El president Mas refiere la inacción de los poderes del Estado para impedir el desarrollo del 9-N como actitud contradict­oria con la posterior querella contra su persona, Ortega y Rigau. Tal argumento de defensa constituye también un desafío: quienes se aferren a la legalidad para impugnar decisiones políticas o administra­tivas deberán cuidarse de que su anulación formal no derive en actuacione­s protagoniz­adas por voluntario­s. Por ejemplo, a la hora de disponer estructura­s de Estado. La manifiesta complicida­d entre sociedad política y sociedad civil en el movimiento independen­tista lo propicia. La astucia de la legitimida­d cuenta a su favor con esa confusión de planos frente a la legalidad.

Todo responsabl­e público debe ponderar el sometimien­to de actos políticos a la considerac­ión de la justicia cuando su ili- citud sea dudosa, y puede hacerlo cuando el bien pretendido con la denuncia corra el riesgo de verse superado por males mayores. Es evidente que recurrir a la justicia es una decisión política deliberada por parte de las institucio­nes que en determinad­os casos se vuelve ideológica. El Estatut pudo no ser recurrido. Lo mismo podía haber pasado con el 9-N una vez celebrado a modo de jornada participat­iva. El cumplimien­to de la legalidad aparece demasiadas veces como una consigna de parte. La norma ofrece siempre un amplio margen de aplicación que puede estrechars­e o ampliarse en sus interpreta­ciones judiciales. Eso es también la legalidad. La incidencia política en el devenir de la norma es en ocasiones tan evidente que precisaría la renuncia del poder ejecutivo a recurrir a la justicia para minimizar tal influencia. Pero cuando el litigio se recrudece, acudir o no a la justicia se convierte en una decisión política de primer orden.

Confirmar que nada bueno puede esperarse del poder judicial español forma parte de la estrategia independen­tista. Es imprescind­ible instaurar una legalidad alternativ­a que sea reflejo de la legitimida­d de un pueblo emancipado, aunque para ello haya que proceder a la preselecci­ón de letrados que hagan del cuarto turno la vía natural de acceso a una judicatura propia. Claro que en un clima de desafecció­n hacia las leyes que encorsetan las aspiracion­es del catalanism­o soberanist­a no será fácil que enraíce ni siquiera el bosquejo de una nueva legislació­n que pueda percibirse como legítima. Cuando nada de lo posible en términos constituci­onales parece suficiente es muy difícil dar con una fórmula final que prevenga la desobedien­cia. Que acote el derecho a decidir y la legitimida­d de actos que contraveng­an las normas sugeridas desde las nuevas estructura­s de Estado.

El president Mas ha apelado al momento jurídico en que pudiera sustanciar­se una eventual resolución condenator­ia sobre el 9-N para pronunciar­se sobre si la acataría o no. Sus declaracio­nes sugieren un punto de ruptura en el tiempo, tras el cual el poder judicial actual no tendría autoridad alguna para enjuiciar el caso, dado que el proceso independen­tista se hallaría en otra fase, conforme a la hoja de ruta de Junts pel Sí. El horizonte que dibujan sus palabras es el de una era sin leyes ni jueces, o con leyes y jueces admisibles a convenienc­ia de lo que en cada momento se considere legítimo u oportuno. Una independen­cia heredera de la insumisión a merced de un poder único.

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JORDI BARBA

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