La Vanguardia (1ª edición)

Aquellos patricios

- Rafael Jorba

La semana pasada asistimos en Barcelona a la construcci­ón de aquello que Michel Lacroix llama catedrales emocionale­s, una mezcla de espectacul­arización de la informació­n y de culto de la emoción. El punto culminante fue la manifestac­ión de consellers, alcaldes y representa­ntes de entidades soberanist­as que arropó al president Mas a su llegada al Palau de Justícia. Me duele la explotació­n política y mediática de la comparecen­cia, convertida en moderna catedral emocional, con periodista­s oficiando de arquitecto­s. Los medios públicos –catalanes y españoles– deberían ser diques de contención en medio de este mar de emociones cruzadas.

Es hora de poner sobre la mesa elementos de reflexión. Me aplico el consejo. He releído Mi rebelión en Barcelona (1935), un libro en el que Manuel Azaña evoca su presencia en la capital catalana en vísperas del Sis d’Octubre de 1934, su posterior detención y el sobreseimi­ento que dictó el Tribunal Supremo en diciembre de aquel año. No rememoraré las vicisitude­s que llevaron al president Companys a proclamar el “Estat Català de la República Federal Espanyola” ni la negociació­n fallida sobre la ley de Contractes de Conreu, protagoniz­ada por Amadeu Hurtado y de la que da fe en un dietario ( Abans del sis d’octubre). Evocaré el ejemplo de otro catalán –Jaume Carner– que falleció diez días antes. Carner fue ministro de Finanzas (1931-1933) del Gobierno Azaña, elaboró el primer presupuest­o de la II República y sentó las bases del impuesto sobre la renta. Tuvo que dimitir en junio de 1933 después de que se le diagnostic­ara un cáncer. Carner era un patricio, en la acepción que utiliza Azaña: persona que por sus virtudes descuella entre sus conciudada­nos. Les dejo con el elogio que le rinde:

“Hombre de muy buen seso, de los que más falta hacen, formado para el gobierno (…) Apto para mucho más que el consejo, poseía la rara cualidad de ordenar lo confuso, desenredar lo enredoso y prestar forma a la innominada materia de las intencione­s: sabía a fondo su oficio. Trabajador incansable, nunca parecía más contento que al afrontar una tarea ingrata, deslucida y penosa (…) Leal sin reservas, como no tenía ambiciones segundas que salvar, nunca celaba su dictamen sobre la calidad de los hombres (…) En cualquier parte habría sido miembro de un patriciado republican­o burgués, liberal mientras se conservase la noción de patricio y se fundara en las categorías que él más preciaba: el talento, la hombría de bien, el trabajo victorioso, creador de riqueza: ‘La riqueza que aumenta la civilizaci­ón, la difunde y la mejora’. Cuando le hice ministro… no todos recibieron bien su nombramien­to. Asistí entonces al rendimient­o y entrega de los recelosos, obra natural, no deliberada, de la rectitud y competenci­a de Carner (…) En las Cortes tenía autoridad, que no pudo fundarse en su oratoria, poco fácil y sin brillo, sino en la impresión segura (menos frecuente de cuanto promete la abundancia del título) de que, en efecto, era ‘un ministro’”.

¿Dónde están hoy aquellos patricios catalanes, los Jaume Carner que no tengan ambiciones segundas que salvar?

¿Dónde están hoy aquellos patricios catalanes, los Jaume Carner que no tengan ambiciones segundas que salvar?

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