Cohesión y coherencia
Cuando llegan las elecciones parece que algunos partidos quieran complicarse la vida. Discrepancias escondidas durante mucho tiempo se ponen de manifiesto –y de forma virulenta– en cuanto se anuncia la fecha electoral. Los compañeros se pelean, se descalifican; todo se vuelve sórdido, desagradable. La unidad que debería suponerse queda desmenuzada y la división, la falta de cohesión interna, es la divisa que se ofrece a los electores.
No es de extrañar que estos, los electores, reaccionen con distanciamiento ante esta escenificación. Tienen derecho a preguntarse qué sentido tienen las propuestas de estos partidos si, internamente, son incapaces de ponerse de acuerdo entre ellos mismos. La falta de convencimiento es muy evidente; no convencen porque no están convencidos. No infunden confianza porque ni ellos confían en sus propios compañeros.
Son, ciertamente, muchas las cosas que justifican o están en el origen del distanciamiento entre los políticos y la sociedad. Pero sobre todas estas razones seguro que destaca la falta de cohesión interna de los propios partidos; sus peleas, las zancadillas interesadas, las malas jugadas y la falta de solidaridad provocan una reacción de desconfianza en el elector, que no acepta que los que le proponen un futuro para el país sean incapaces de disciplinar las miserias de su presente.
Si a todo esto se añade la incoherencia pro- gramática, el resultado es muy negativo. Con tal de ganar votos a veces se propone todo lo contrario de lo que se decía hasta hace poco. Si un partido sube el listón de la subasta populista, otros muchos no se quieren quedar cortos y aún van más allá. No importa que hasta hace poco se hubiera dicho lo contrario; ahora tocan elecciones y esto lo justifica todo.
Se pelean, cambian programas; incluso fichan protagonistas que hasta el día antes eran sus adversarios declarados. Nada im-
Los electores cambian, el tiempo, también; los partidos deberían aprender a adaptarse siendo fieles a ellos mismos
porta; todo vale. Pero lo que pasa es que esto no sirve; el elector sabe lo que quiere y lo que vale y sabe, además, quién lo puede hacer. Sabe –el elector– qué quiere decir dedicar el tiempo al servicio público y qué quiere decir gastar el tiempo público en pequeñas, tacañas y ridículas batallas partidistas internas.
Los electores cambian, el tiempo, también. Los partidos deberían aprender a adaptarse siendo fieles a ellos mismos. Todo el mundo lo agradecería.