Mal debate, gran programa
Los Salvados (La Sexta) sobre temas olvidados de la actualidad, con entrevistados poco conocidos que dan la cara con una combativa energía de denuncia, tienen un tono muy distinto a los que explotan a figuras acostumbradas a las cámaras. En el cara a cara entre Pablo Iglesias y Albert Rivera, ambos tenían tantas horas de tele como Jordi Évole. Igual que los actuales concursantes de Gran Hermano, que ya no destilan la espontaneidad suicida de las primeras ediciones, los candidatos reunidos por Évole han aprendido, si me permiten la expresión, a hacer un Salvados. Son conscientes de que deben ser generosos en la predisposición. Y tolerar que Évole perpetúe su arbitraje comprometido reforzado por la edición, astutamente informal. Y contribuir a cierto dinamismo dialéctico y, si conviene, fregar la vergüenza ajena en el prólogo dentro del coche. Y al final recibirán la recompensa de la audiencia (25% de cuota de pantalla) y el premio de haber alterado el protocolo electoral. A ratos, sin embargo, daba la impresión de que a los tres (Rivera, Iglesias, Évole) les pesaba la responsabilidad de representar un cambio generacional, como si sufrieran el vértigo de un envejecimiento prematuro de su retórica política (y periodística). La obsesiva necesidad de competir para ver cuál de los dos (o los tres) ha ganado llega a niveles grotescos. Sobre todo si se tiene en cuenta que tanto Rivera como Iglesias ya lo han dicho todo de todos los modos posibles (también en Salvados). Por eso, más que la sustancia de la conversación, el mérito es haberlos reunido en la misma mesa. Y proponer un formato que, como debate, fue mediocre pero que como documental sobre la dimensión teatral de la nueva política, fue memorable.
OMNÍVORO. La TDT nos ha familiarizado con canales de esencia minoritaria. Pasados los años, podríamos afirmar que esta ha sido la aportación más estimulante del invento. Uno de los programas más extravagantes de este inframundo televisivo es Crónicas carnívoras (en el original, Man vs. Food), emitido por Energy. El argumento es simple: un tragón llamado Adam
En el cara a cara entre Pablo Iglesias y Albert Rivera, ambos tenían tantas horas de televisión como Jordi Évole
Richman visita restaurantes norteamericanos con la intención de superar retos gastrointestinales de alto riesgo. La selección de locales incluye peajes publicitarios que financian el formato. La habilidad de Richman radica en convertir la operación en una competición y, al mismo tiempo, en un documental sobre hábitos culinarios populares. Richman rehúye las pretensiones sofisticadas y se especializa en una especie de cocina-espectáculo de la monstruosidad. El curry más picante de Nueva York. La hamburguesa más contundente de San Francisco. El éxito del programa en todo el mundo se basa en el entusiasmo devorador de Richman. Puede que a alguien le interesen los detalles organizativos de la cocina. Pero la mayoría de los espectadores seguimos el programa por una razón morbosa: ver a Richman devorando como un condenado a muerte y esperar a ver cuándo revienta. ¿Superará el récord de ingesta de aletas de pollo? ¿Se acabará las toneladas de puré? Por lógica argumental, el día que quieran acabar con el programa tendrán que ofrecer o bien su funeral (indigestión) o bien la retransmisión, en directo, de su colonoscopia.