Apoteosis de la sinestesia
El CentroCentro Cibeles, en Madrid, inaugura una gran retrospectiva de Kandinsky con fondos del Centro Pompidou
En su famoso tratado Punto y línea sobre plano, de 1926, Vasili Kandinsky (1866-1944) postulaba que para que el punto abandonara su apatía y se convirtiera en línea y expresión requería un movimiento que era producto de una tensión. Una tensión de progreso como la que convirtió a este moscovita en padre de la abstracción. La generosa antología que desde el martes pasado se exhibe en CentroCentro Cibeles, en Madrid –la sala de arte del colosal palacio de las Telecomunicaciones–, bajo el título escueto Kandisnky, retrospectiva, diseñada por Angela Lampe a partir de un centenar de obras de los fondos del museo Pompidou, no propone un nuevo discurso ni una reinterpretación del trascendente artista de vanguardia. Tampoco se esfuerza en integrarlo en un discurso histórico y contextual que sumerja al espectador en el mundo –convulso, violento, crítico– y el alrededor –la Bauhaus de Weimar– en los que Kandinsky dio a luz su revolución. La muestra sólo repasa la obra del artista en sus diferentes etapas, que son ciudades, lo que, en plena hegemonía de las exposiciones de tesis y la revisión crítica, supone un gesto de autoridad, una toma de postura tal vez condicionada por el propio rumbo de la creación de Kandinsky. Así, la muestra coloca a su público ante la mera evidencia de un proceso en el que el pintor va abandonándose a una gestualidad artística que pierde sus referencias materiales en pos de una plasmación visual de aquello que no posee forma: la música, el pensamiento, la emoción..., es decir, una inmersión en la pura sinestesia que los entusiastas de la metafísica –entre ellos el artista, que no en vano es autor de otro famosísimo ensayo titulado De lo espiri- tual en el arte– vinculan con la concreción formal de lo místico, y los seguidores del psicologismo, con la emergencia y visualización del interior humano. Eran años proclives a la metáfora de vocación científica sobre la sustancia humana –Kandinsky es coetáneo de Carl Jung– y las artes habían puesto su mirada en las novísimas fronteras del progreso científico técnico y su inusitada capacidad para destilar verdades, un arte de la dilucidación.
Angela Lampe, que es además conservadora del Centro Pompidou, afirmaba durante la presentación que se trata de una exposición íntima, pues la mayor parte de las piezas exhibidas en Madrid pertenecían al propio Kandinsky y fueron cedidas al Pompidou por su viuda, Nina Andreievskaya: obras de sus distintas etapas de las que no quiso o no supo desprenderse. Sin incurrir en la pretensión descortés de diagnosticar el universo doméstico de Nina y Vasili –no hay secreto revelado en la muestra, por más que se ofrezcan fotografías del hogar que compartieron–, basta saber que se sentía cómodo rodeado esas pinturas y dibujos, sobre óleo o papel, tanto como para tenerlas cerca. Así que, de algún modo, puede considerarse una retrospectiva diseñada por el propio autor, los puntos con los que él mismo dibujó la línea de su proceso, su guía personal a través ese viaje artístico. Así presentadas, proponen un discurso sobre la trayectoria hacia la abstracción tan elocuente que, incluso si no hubiera textos, fotografías y vídeos de soporte en la muestra –que los hay–, permitiría al espectador menos dotado para desentrañar el arcano artístico dilucidar la naturaleza y las pulsiones formales de una aventura de exploración que cambió la historia del arte.
La muestra carece de tesis o relectura: es un completo repaso de la trayectoria del padre de la abstracción