Rodoreda, una infancia reconstruida carta a carta
Carme Arnau reconstruye la infancia de la escritora a través de unas cartas familiares inéditas
El primer monumento que se erigió en Barcelona a la memoria de Jacint Verdaguer lo instaló, en 1910, el abuelo de Mercè Rodoreda en el jardín de su torre de Sant Gervasi. “Al nunca suficientemente llorado mossèn Cinto”. Para entonces Mercè era una niña de apenas dos años. La fotografiaron a los pies del monumento, vestida de ninfa. Crecería en ese jardín como una hiedra más, apoderándose de todo lo que veía y arrancando rosas sin mucha piedad, igual que luego lo haría Teresa Goday de Valldaura, su protagonista de Mirall trencat o la fascinante Aloma.
Gracias a unas cartas familiares inéditas, Carme Arnau reconstruye la infancia de Mercè Rodoreda i Gurguí. La atmósfera en la que creció, las pautas, la moral, lo permitido y lo prohibido. A partir de ese entramado de anécdotas El paradís perdut de Mercè Rodoreda (Ed. 62) aporta claves fundamentales para entender la obra de la novelista más universal de la literatura catalana.
Todo lo que vieron sus ojos de niña puede encontrarse después en su obra. Desde las casas modernistas hasta las fiestas mayores (inicio de La plaça del Diamant), las celebraciones patrióticas, los cines del barrio de Gràcia. El Smart, el Mundial, el Viñas... Y las comidas en el Mundial Palace y los brindis con Codorniu. O la fe. “A veces acudíamos a misa en la Bonanova, a veces en els Josepets (...) Desde el comedor de casa veíamos frondosos árboles centenarios. Lleno de ruiseñores en las noches de verano”, escribe Rodoreda en el prólogo de Mirall trencat. “¿Qué es lo que más le gusta”, le pregunta Lluís Permanyer en el Cuestionario Proust. “Mirar”, le responde.
Es el mismo barrio de Moisès Broggi, que nació, como Rodoreda, en 1908, un año antes de que Barcelona se viera sacudida por la Setmana Tràgica. Le explican cómo quemaron la capilla de Sant Magí en la calle Santaló y delante del mercado de Galvany murió de un disparo el superior...
La correspondencia descansaba en el Arxiu Mercè Rodoreda, en el Institut d’Estudis Catalans, y allí pudo consultar Carme Arnau, por ejemplo, cartas de los miembros de la familia con el pariente de América (de 1890 a 1921, fecha de retorno del “americano”), cartas de los padres de Rodoreda y del abuelo. No sabemos nada, en cambio, de la vida y/o escritura de Joan Gurguí, “el tío americano” para la niña Rodoreda. Si contestó las cartas, la familia no las guardó.
Vivió siempre precozmente, obligada a pasar por circunstancias que no correspondían a su edad. “Me hicieron madurar con prisas”. No hay que olvidar que acabó casándose el día que cumplía veinte años con su propio tío, Joan Gurguí, catorce años mayor que ella. Dado el grado de consanguinidad fue preciso una dispen- sa papal. De esa unión nacía en 1929 Jordi, su único hijo.
Pertenecía a una familia amante de la cultura –sus padres, actores de teatro aficionados – y “bohemia”, como la definió la propia Rodoreda en una entrevista que en su día realizó Mercè Vilaret. Marca su vida, especialmente, la figura del abuelo, Pere Gurguí i Fontanilla, catalanista de corazón, fiel a la Unió Catalanista, prohombre de la Renaixença, que guió sus primeros pasos. “Fue, indiscutiblemente, la persona que más le influenció durante su infancia. De pequeña, eran inseparables”, afirma Arnau. El día de su
“Vivió precozmente, obligada a pasar por algunas circunstancias que no correspondían a su edad”
comunión, el abuelo le regala a una cruz de oro con diamantes rosa montados “al aire gótico”.
Su refugio era el jardín familiar. Sólo el silencio de la naturaleza, los bosques de pinos cerca, la abstraen. Una niña extraña, criada en un jardín, que no toca la flor del baladre porque sabe que es venenosa. Años después, consciente o inconscientemente, esas imágenes revertirían en su literatura. “No sabré explicarlo nunca; jamás me sentí tan en mi hogar como cuando vivía en casa de mi abuelo con mis padres”.
Carme Arnau, prestigiosa y especializada rodorediana, conoció personalmente a la escritora en 1979 cuando preparaba una tesis sobre ella que le permitió doctorarse en la UAB. Arnau insiste en que Rodoreda no lo explicó todo. “Ya desde joven se crea una personalidad literaria, la de la escritora que se aparta de la realidad aunque vive estrechamente ligada a ella”.
También aparecen en las cartas las misteriosas “hermanas P”, asiduas visitantes de la casa del abuelo Gurguí. “El abuelo tiene la manía –escribe el padre de Rodoreda– de rodearse de dos señoras muy simpáticas y amables, pero que resulta que son dos fulanas. Cada una tiene ‘un querido’ y de esto viven. Ricas mantenidas”.