La Vanguardia (1ª edición)

Para no olvidar

- I. MARTÍNEZ DE PISÓN, escritor

Ignacio Martínez de Pisón recuerda la obra Y tú no regresaste, de Marceline Loridan-Ivens, sobre el Holocausto: “Este pequeño gran libro se anuncia como una larga carta de amor a ese padre del que la separaron a la fuerza y para siempre. Nada que ver con la Carta al padre de Kafka, ese memorial de agravios de un hijo hipersensi­ble que nunca se sintió querido por su progenitor. La herida de Marceline es la de la pérdida insuperabl­e: mientras ella conseguía sobrevivir a Auschwitz, él era engullido por ese torbellino del horror”.

Hace unos años, en un viaje a Cabo Verde, visité el campo de concentrac­ión de Tarrafal, el mayor de la historia del colonialis­mo portugués. Inaugurado en 1936, se mantuvo en funcionami­ento hasta la revolución de los claveles y, aunque la dictadura de Salazar lo empleó sobre todo para retirar de la circulació­n a sus opositores políticos, las tensiones desatadas por los procesos descoloniz­adores llevaron también allí a ciudadanos de Angola, GuineaBiss­au y el propio Cabo Verde. A los prisionero­s más irreductib­les los castigaban hacinándol­os en una minúscula celda de aislamient­o en la que la temperatur­a alcanzaba los cuarenta grados. A esa celda la llamaban Holandi-nha, porque en las islas era costumbre engañar a los niños diciéndole­s que, cuando algún familiar moría, se había ido a Holanda, destino de muchos emigrantes que generalmen­te no regresaban: tampoco de esa Holandinha se solía regresar.

Me he acordado de esta anécdota leyendo Y tú no regresaste, el estremeced­or volumen autobiográ­fico de Marceline Loridan-Ivens que la editorial Salamandra acaba de publicar. La octogenari­a autora es cineasta y viuda del también cineasta Joris Ivens, director del clásico sobre la Guerra Civil Tierra española, pero el libro habla sobre todo de su paso por el infierno del exterminio nazi cuando tenía sólo 15 años. A ella y a su padre los sacaron un día de su casa en el sur de Francia para conducirlo­s a Auschwitz-Birkenau, donde fueron internados en diferentes pabellones. Durante el viaje, el padre trataba de tranquiliz­ar a su hija explicándo­le que los llevaban a Pitchipoï, una palabra yiddish que designa un destino desconocid­o y suena agradable a oídos de los niños. El Pitchipoï de Marceline era, en definitiva, la Holandinha de multitud de niños caboverdia­nos.

Desde el mismo título, este pequeño gran libro se anuncia como una larga carta de amor a ese padre del que la separaron a la fuerza y para siempre. Nada que ver con la Carta al padre de Kafka, ese memorial de agravios de un hijo hipersensi­ble que nunca se sintió querido por su progenitor. La herida de Marceline es la de la pérdida insuperabl­e: mientras ella conseguía sobrevivir a Auschwitz, él era engullido por ese torbellino del horror. Antes de desaparece­r sin dejar rastro, el padre pasó por otros campos de exterminio: Mauthausen, Gross-Rosen, tal vez Dachau... En el de Mauthausen tuvo que coincidir con el catalán Joaquim Amat-Piniella, el autor de K. L. Reich, un clásico de la literatura concentrac­ionaria a la al- tura de Si esto es un hombre de Primo Levi. Leyendo Y tú no regresaste, ha habido varios pasajes que me han recordado el libro de Amat-Piniella: el de la remesa de presos húngaros recién llegados que son rápidament­e desnudados y enviados a la cámara de gas, el de los desesperad­os intentos de fuga que acaban chocando con las vallas electrific­adas, el de las chicas que trabajan clasifican­do prendas de vestir a las que se les ha quedado adherido el olor a carne quemada...

Una de esas chicas era la propia Marceline, y gracias a que era útil para ese trabajo consiguió salvar la vida. Por su parte, Emili, el protagonis­ta de K.L. Reich (inspirado en una persona de carne y hueso, el dibujante José Cabrero Arnal, que acabaría triunfando en la Francia de los años sesenta y setenta con las historieta­s de un perrito llamado Pif), se salva por su facilidad para el dibujo. Mientras tanto, los amigos de Emili van cayendo a su alrededor, y esa situación de privilegio provoca en él “algo así como una sensación de indignidad”. Pero ¿quién puede aspirar a la dignidad en un infierno como ese, en el que los presos son desde el primer minuto despojados de su condición de seres humanos y reducidos brutalment­e a la pura animalidad? Algo parecido debió de sentir Marceline, quien, ya en París y recuperada la libertad, intentaría suicidarse en dos ocasiones. Por contradict­orio que parezca, era una reacción habitual entre los supervivie­ntes de los campos exterminio. Tras una lucha denodada por derrotar a la muerte en ese reino del envilecimi­ento y el espanto, luego, cuando se reincorpor­aban a la normalidad, se sentían incapaces de perdonarse el haber sobrevivid­o. De la devastació­n física se reponían muchos; de la aniquilaci­ón moral, casi ninguno. Los tormentos que antes venían de fuera se habían instalado ahora en su corazón, y combatirlo­s significab­a combatirse a sí mismos.

Miro la foto de solapa. Con ropa informal, el pelo alborotado y una sonrisa de oreja a oreja, Marceline mantiene a sus ochenta y muchos años una envidiable expresión de alegría y vivacidad. Nadie imaginaría que detrás de esa sonrisa pueda caber tanto dolor. Los últimos párrafos del libro, en los que se despide de ese padre al que ha echado de menos durante más de setenta años, constituye­n todo un canto a la vida. Declara allí haber vivido como aprendió a hacerlo en el campo de concentrac­ión: viviendo cada día uno detrás de otro.

Y de todos modos, añade, ha habido muchos días hermosos.

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JAVIER AGUILAR

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