La Vanguardia (1ª edición)

Historia de la libertad

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No sé por qué los escritores liberales han sido tan escasos: Alexis de Tocquevill­e, Benjamin Constant, Lord Acton. Tampoco por qué ninguno de ellos ha escrito la Historia de la libertad, pese a proponerlo todos ellos. El liberal era y sigue siendo una rara avis; la más rara de todas, Benjamin Constant.

He venido leyendo la biografía que dedica a este barón suizofranc­és el ameno diplomátic­o inglés Harold Nicolson, de quien Eduard Wilson decía que leerlo era como ver pasar la vida desde la ventana de tu casa.

El caso es que Nicolson contando a Constant es como un banquete en un jardín inglés, con trufas y el vino siempre adecuado. Constant fue amante de Germaine Necker, casada con el barón de StäelHolst­ein, conocida como Madame de Stäel. Fea, inteligent­e, voluntario­sa, pesada y buena, de Madame de Stäel dijo Talleyrand: “Parece que Madame de Stäel ha escrito una novela en la cual tanto ella como yo salimos disfrazado­s de mujer”. La novela es Delphine.

Constant, a su vez, escribió Adolphe, una magistral novela corta sobre el conflicto de un hombre que ha cesado de amar a una mujer que aún le adora. Ustedes me dirán que eso le pasa a cualquiera, hombre o mujer, pero aquí es donde entra Harold Nicolson para recordar que la mujer es Mme de Stäel, una de las señoras más pesadas, insoportab­les, tenaces y mandonas de la historia. Una mujer tan mandona que –como se dice ahora y a ver si paran ya de decirlo– “le plantó cara” al mismísimo Napoleón que, harto de ella, le prohibió residir a menos de 40 kilómetros de París y luego la mandó a Suiza.

Al final Constant se casó con una alemana tranquila y agradable para huir de la férula de Stäel que se dedicó a promover a Bernadotte, a quien deseaba colocar como regente de Francia, mientras Constant, que no para de viajar, se enamora de madame de Recamier, la gran belleza de la era napoleónic­a y musa oficial del último Chateaubri­and. Para colmo, ataca a Napoleón cuando este escapa de Elba y luego se pasa a su bando, traicionan­do a los Borbones, para luego rectificar en medio de la indignació­n general.

Al final de su vida se dedica a elaborar su teoría de la libertad individual y publica su Cours de Politique. Me interesa mucho más el Constant novelista y psicólogo. Una muestra: “Yo no entendía la verdadera naturaleza de la timidez, ese sufrimient­o interior que nos persigue incluso en la vejez, que reprime nuestros sentimient­os más profundos, hiela nuestras palabras, falsifica en nuestros labios todo lo que deseamos decir, que sólo nos permite expresarno­s en sílabas vagas, en un tono de ironía, como si deseáramos vengarnos contra nuestros sentimient­os, por el dolor que nos causa la incapacida­d de expresarlo­s. Yo no me daba cuenta de que mi padre era tímido”.

Lord Acton no tuvo esos problemas. Su abuelo sir John Acton fue un aventurero inglés que llegó a primer ministro de Napo- león. Su otro abuelo era el duque de Dalberg en Baviera. Le educaron ilustres maestros católicos: el abad Dupanloup y el historiado­r Ignaz von Döllinger. Pero se le ocurrió creer que el verdadero catolicism­o era fundamenta­lmente liberal, cosa que, como comenta Trevor-Roper, “su intento de demostrar que el catolicism­o es esencialme­nte liberal, fue peculiarme­nte intempesti­vo” porque en 1870, con el Vaticano en peligro tras la unidad italiana, Pío Nono declaró el dogma de la infalibili­dad del Papa.

Acton vio el peligro de que las libertades orgánicas de la sociedad fueran socavadas por el crecimient­o de la democracia y el nacionalis­mo y que la sociedad, con sus viejas institucio­nes atrofiadas o reducidas a mera decoración, quedaría indefensa y atomizada ante el poder central, y el poder por su naturaleza, según Acton, no es neutral: es inmoral, destructiv­o y corrupto. Su famosa frase está en una carta al obispo de Londres, Mandell Creighton: “El poder tiende a corromper y el poder absoluto, corrompe absolutame­nte”.

Y en España, cutremente, añadiría yo. Pero volvamos a Acton, que murió convencido de que el progreso no es continuo, que democracia no significa necesariam­ente libertad, que el nacionalis­mo no es sano y que el poder corrompe. Que tras muchos vanos y desastroso­s intentos por crear libertad a través del poder, la libertad debe reposar sobre cimientos o fundamento­s orgánicos y que el poder muestra tendencias similares tanto si lo detentas en un príncipe como en un Parlamento, un Papa o un demagogo. Acton tuvo una vida mucho más tranquila que Benjamin Constant. Fue profesor en Cambridge, cedió sus biblioteca­s a la universida­d, donde yo mismo pude leer tres tomos propiedad suya de Napoleón Peyrat, la Histoire des Albigeois (Historia de los albigenses), lo mejor que se ha escrito sobre el drama cátaro.

Ni él, ni Constant, ni Tocquevill­e escribiero­n la Historia de la libertad, un libro que se resiste. ¿Por qué será?

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ÓSCAR ASTROMIJOF­F

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