La Vanguardia (1ª edición)

Barrendero de mi vida

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Hay un señor que me persigue desde niña. Aunque es posible que él piense lo mismo, y se crea perseguido por mí. Tal vez no le falte razón. Si es que se da cuenta de mi presencia. La cuestión es que nos encontramo­s. Por la calle. En ciudades distintas. Incluso una vez me lo encontré en otro país en el que viví unos años. Eso es importante. Nos encontramo­s sólo en barrios en los que estoy viviendo. Hace falta que esté instalada, con mis bártulos, en una casa cercana. Que compre el pan en la misma panadería y esas cosas. Nunca sucede en lugares en los que estoy de paso. Puede transcurri­r mucho tiempo, años, entre un encuentro y otro. Cuando creo que ya lo he olvidado y me distraigo, reaparece en una esquina. Con un latido, reconozco su cara huesuda, sus cejas tupidas –es casi cejijunto–, su mirada honda, entre tímida y esquiva. O amenazante, no sabría decirlo. Pero a estas alturas, después de tanto tiempo, es ya una mirada familiar, que me hace sentirme unida a él. Aunque no quiera, y finja que no lo veo. Aunque nunca hayamos cruzado una palabra. Es lo que pasa cuando has visto a alguien demasiadas veces, a lo largo de los años. Empieza a parecerte como de la familia. Intuyes que te conoce más de la cuenta, que puede saber incluso más cosas sobre ti de las que sabes tú. Notas un vínculo raro en el cuerpo, una desnudez. Es algo muy físico, que tendrá que ver con nuestra parte animal.

El caso es que, aunque yo cambie de casa y de trabajo, él siempre es un barrendero. Limpia calles, con su uniforme, su gorro y su carrito de limpieza. Y sus guantes. Quizás por eso está siempre tan circunspec­to, como enroscado en sí mismo. No sé si un poco triste, o enfadado. No debe de ser divertido llevar una vida entera, o más, limpiando la mierda que nosotros dejamos en las calles. Me siento un poco culpable. Quizás por eso yo también lo miro por el rabillo del ojo, entre tímida o esquiva. O amenazante. De pequeña me daba miedo. No es que pensase que un barrendero ataque. Ni que pueda salir disparado con su escoba voladora. Había otros barrendero­s. Pero este parecía conocerme, como si su mirada peluda me estuviera diciendo que en el fondo yo era tan barrendera como él. O más. Ahora finjo que no lo reconozco. En realidad me duele encontrárm­elo. Por él, siempre igual, siempre ahí, como un fantasma que no logra envejecer. Pero también por mí. Porque su presencia constante, pero interrumpi­da, a lo largo de los años aparenteme­nte agitados, con el carrito de limpieza y esos ojos profundos, es como la gota de agua de un grifo que dejaste mal cerrado una noche, para toda la vida.

Parecía conocerme, como si su mirada peluda me estuviera diciendo que en el fondo yo era tan barrendera como él

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