Poco que ofrecer
El primer trabajo que tuve en Nueva York fue en el Saint Francis College, una universidad franciscana que fundaron un grupo de frailes irlandeses en 1859 para sacar a los hijos de los inmigrantes de la pobreza y el analfabetismo. Desde entonces, ha ido evolucionando y creciendo con la ciudad. Un aula del Saint Francis es un espejo del internacionalismo local tanto como de los localismos de todo el mundo: clases, etnias, lenguas y ambiciones se mezclan en las residencias de estudiantes.
El orgullo y la marca de la universidad es su formación humanística, que se resume en el eslogan: “Vienes por un título, te damos una educación”. Esta es la razón del potente programa de filosofía que tienen: todos los estudiantes, independientemente del título que busquen, están obligados a cursar tres cursos de historia del pensamiento.
Los últimos años, sin embargo, ha habido un debate agrio y ruidoso sobre la conveniencia de mantenerlo. Los programas de administración de empresas y los biosanitarios son la fuente de ingresos principal, de manera que se han ido intensificando los requisitos técnicos y reduciendo los humanísticos. No ha servido de nada que el departamento de Filosofía haya batallado para explicar la importancia del pensamiento creativo y del grosor reflexivo, o que haya insistido en que las universidades punteras del país estan reforzando parte de sus programas humanísticos justamente para conseguir que los graduados tengan un cerebro más pro-
En el Saint Francis College de Nueva York, el programa de filosofía pasará a llamarse “competición de ideas”
fundo y plástico. De hecho, estos argumentos ya eran desesperados, vaporosos, y auguraban el fracaso.
Eliminarán poco a poco los requisitos y el programa de filosofía pasará a llamarse “competición de ideas”.
No tengo nada contra la noción de ideas compitiendo, pero todo indica que se trata de un uso instrumental de la historia del pensamiento, como si se tratara de una gimnasia, y no hubiera manera de saber cuándo una idea está bien pensada y responde a un debate hecho de consensos y discrepancias, y cuando una idea es sólo la expresión sofisticada de un prejuicio oculto.
Las consecuencias de las creencias que sostenemos y el fruto de las ideas que rechazamos no son nunca inocentes, y si la única conclusión que podemos dar a los estudiantes es que todas las ideas tienen el mismo valor les estamos dando un cheque en blanco para esconderse en sus prejuicios en nombre de la pluralidad. No los hacemos más fuertes, sino más débiles. No se trata de adoctrinarlos con unas ideas en detrimento de otras, sino de enseñar el precio a creer y defender una visión del mundo. Que incluso una universidad franciscana haya acabado en este relativismo hecho de marketing es el resumen de nuestro fracaso como profesores. Si los franciscanos de Brooklyn se han vendido el alma al nihilismo, que lo defiendan con un buen programa filosófico.
La verdad es que quizás no teníamos mucho que batallar. ¿Qué podemos ofrecer?¿Ideas bien trabajadas y debates infinitos? La incertidumbre de fuera es la de dentro.