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La crisis que vive la FIFA bajo la presidencia de Blatter, y la agresión racista en Suecia, síntoma del aumento de la xenofobia en el país escandinavo.
EL terremoto que ha sacudido la FIFA, organismo rector del fútbol mundial, desde la suspensión de su presidente Joseph Blatter, carece de precedentes. La era Blatter (iniciada en 1998), continuación de la era João Havelange (1974-1998), se ha visto ensombrecida por sospechas de corrupción generalizada, que han ido más allá de esa apreciación inicial y han propiciado procesos judiciales y detenciones de altos cargos del fútbol.
La suspensión de Blatter y la de Michel Platini, que se había perfilado como su delfín, han favorecido la aparición de nuevos candidatos. Entre ellos el jordano Ali bin al Husein, David Nahhid (Trinidad y Tobago) o el francés Jérôme Champagne. Con el debido respeto, podemos decir que ninguno de ellos presenta un perfil idóneo, y que ninguno cuenta con apoyos masivos para aspirar al cargo deseado.
El mundo del fútbol, y en particular el de los clubs, que son los que cargan con los costes de su día a día, ha expresado en reiteradas ocasiones quejas respecto a las dinámicas del sector. Porque, en la práctica, las decisiones de la FIFA han entrado a menudo en conflicto con las suyas. Los clubs se quejan, y con razón, de unos calendarios excesivamente intensos, que dejan a los jugadores sin aliento y propician sus lesiones. Lamentan, asimismo, que las concesiones de los Mundiales del 2018 y el 2022, a Rusia y a Qatar, y en particular la de este último, fuercen a interrumpir los campeonatos nacionales para hacer un hueco a la competición global en otoño-invierno, única estación posible en el emirato, dadas sus altas temperaturas. Se quejan también los clubs de que, desde un punto de vista económico, las decisiones de la FIFA no obedezcan siempre a las mismas necesidades que las suyas. No tiene mucho sentido, vienen a decir, que ellos corran con los costes principales del fútbol –fichajes millonarios, gastos estructurales importantes, etcétera–, para luego repercutirlos en las cuotas de sus socios, y que sin embargo sea dicho organismo internacional el que recauda enormes cantidades de dinero, que son por cierto las que han engrasado la corrupción. Ni que lo recaude atendiendo a unos criterios más próximos a las posibilidades de negocio publicitario y televisivo que a los que deben revertir, principalmente, en la promoción del fútbol como deporte. Es cierto que los campeonatos mundiales, disputados cada cuatro años por las selecciones nacionales, gozan de gran audiencia global. Pero también lo es, como decíamos, que el fútbol lo sostienen, año a año, los clubs y sus socios. Por último, lamentan también los clubs de fútbol un progresivo ambiente de descrédito, motivado por los tejemanejes que han carcomido la FIFA en los últimos decenios, muy alejados, por cierto, de los valores positivos que atraen a los más jóvenes hacia este deporte y lo convierten en referencia planetaria.
La situación en la cumbre institucional del fútbol es pues, obviamente, de crisis. No una crisis coyuntural, sino estructural e histórica. Llama, por tanto, la atención que los grandes clubs europeos –el Barça, el Bayern, etcétera– no hayan sido más proactivos en este momento decisivo y no hayan propuesto candidaturas, más allá de la de Platini. No se entiende porque esta pasividad no se corresponde con tan reiteradas críticas al funcionamiento del organismo. Y no se entiende porque esta es una circunstancia extraordinaria, única, para renovar dicha entidad.