La ira de Dios
Esta semana he hablado con tres amigos judíos. Daniel es un empresario en Tel Aviv, David dirige una empresa tecnológica en Nueva York y Uri es rabino en Jerusalén. No se conocen. Daniel nació en Casablanca, David en un pueblo de Wisconsin y Uri en Buenos Aires. Los tres son progresistas, defensores de la democracia liberal. Uri y Daniel también son sionistas. David hace años que dejó de creer en el Jerusalén de la Biblia.
Hablamos de la nueva intifada y del nuevo Israel, y a medida que mencionábamos los hechos del último mes, nos dábamos cuenta de que poco queda ya del sionismo laico de Ben-Gurión, aquella democracia que en 1948 buscaba el reconocimiento internacional prometiendo igualdad de derechos para judíos y musulmanes, un Estado de derecho capaz de trascender la religión.
Frente a aquella revolución secular y democrática hoy tenemos una contrarrevolución religiosa, un movimiento ultraortodoxo que se extiende por Israel y los territorios ocupados, una corriente fundamentalista tan poderosa que impone su lógica antidemocrática al mismo gobierno.
Los partidos religiosos y los colonos ultraortodoxos pasan por encima de la democracia y el Estado para imponer sus principios radicales. Consideran que la verdad tiene un origen divino y no hay sistema político que pueda cuestionarla. Son racistas y tampoco toleran a los judíos laicos.
Defienden una cultura excluyente y mesiánica, así como una teocracia capaz de levantar el tercer templo. En las yeshivas aprenden a odiar, a defender la violencia y clamar venganza.
Ben-Gurión era un socialdemócrata, el primer jefe de Gobierno de Israel, el primero que cerró una coalición con los partidos religiosos. Creía en el triunfo inevitable del secularismo y la democracia liberal. No concebía que la minoría religiosa pudiera llegar a ser una amenaza para el orden social, para el propio Estado.
Los ultraortodoxos representan hoy el 11% de la población –porcentaje que se elevará al 18% en el 2020– y forman un Estado paralelo, con privilegios y subvenciones que no gozan el resto de ciudadanos. En un país donde el voto está muy repartido, tienen el poder de hacer y deshacer gobiernos.
Los judíos ultraortodoxos, violentos y supremacistas, minan los valores democráticos de Israel
Daniel se entristece y se avergüenza al reconocer que Israel se parece cada vez menos a un Estado europeo, devorado por las arenas de la violencia y la intolerancia. Evita Jerusalén tanto como puede y ha dejado de culpar a los árabes de todos los problemas de Israel. Tiene miedo de salir a la calle, de unirse a los movimientos pacifistas. No quiere perjudicar aún más a su país pero firmaría mañana cualquier acuerdo de paz sobre las fronteras de 1967. No dejaría ni a un solo colono en Cisjordania y Jerusalén Oriental. BenGurión vio antes que nadie el “peligro terrible” de retener Cisjordania, pero su opinión no logró imponerse al mesianismo de los colonos. Hoy hay 400.000 en Cisjordania y 300.000 en Jerusalén Oriental, cifras que aumentan cada año.
Entre esta población, la proporción de los ultraortodoxos también se dispara. Eran el 5% de los colonos en 1991, hoy son más del 30% y llegarán al 40% en el 2020. El Gobierno de Israel favorece su expansión y ellos ocupan las tierras palestinas en nombre del Dios tiránico del Antiguo Testamento.
Frente a ellos se han levantado los jóvenes musulmanes. Una intifada espontánea, de cuchillos y atropellos, que a Uri, el rabino de Jerusalén, no le deja dormir. “Esta es mucho peor que las dos anteriores y aún se va a poner peor. No veo una salida ni la voluntad de hallarla”.
Netanyahu debería pactar con Hamas una tregua de cinco años, permitir un Gobierno palestino de unidad nacional y recuperar el idealismo sionista de Ben-Gurión. El primer ministro aún cree, sin embargo, que la ocupación es sostenible, la única alternativa para un espacio geográfico que no da más de sí. Sobra población, historia y religión para crear dos estados en un territorio tan pequeño.
Hace dos años tuve ocasión de verlo en Jerusalén, en la residencia oficial del entonces presidente Shimon Peres. Llegó tarde, sonreía como un niño malo. Estaba molesto. No se llevaba nada bien con Peres, premio Nobel de la Paz. Despreció las palabras amables del presidente, la idea de que ningún muro, ningún ejército puede imponer una paz duradera. Habló de luchar y resistir frente a un enemigo implacable que no tiene más objetivo que la destrucción de Israel y la aniquilación de los judíos. Tenía muy claros dos supuestos principios fundamentales de la supervivencia en Oriente Medio: no hay misericordia para el débil ni segunda oportunidad para el derrotado.