La Vanguardia (1ª edición)

Lo nuevo es irrepetibl­e

- Gregorio Morán

Hay que preguntars­e por qué el pasado debate televisivo entre Pablo Iglesias y Albert Rivera ha dejado perpleja a la opinión pública. ¡Qué emoción! ¡Qué pálpito! Algo insólito en la política española, cinco millones de espectador­es. Aseguran los analistas de postín que han dejado en cueros a los dos grandes monstruos de nuestras corruptas institucio­nes políticas. ¡Que se repita! ¡Que se repita! ¡Pero que incluya a los grandes electores del PP y del PSOE! Imposible. Lo nuevo es irrepetibl­e, porque cuando se intenta volver a hacer, se vuelve viejo.

¿Alguien se imagina a Mariano Rajoy y a Pedro Sánchez sentados en una tasca de barrio, con fondo de botellas, tomando café con leche en vaso e iniciando un debate? Vamos a ser serios y no decir boberías. El brillante debate entre Iglesias y Rivera tiene unos elementos que exigen un análisis. En primer lugar mantener el interés del espectador, lo que exige, no tratándose de un directo, que el equipo que construyó el montaje –la edición, en lenguaje profesiona­l– hizo muy bien su trabajo. Confieso que es la primera vez en mi vida que he aguantado un debate íntegro; siempre apago cuando mi capacidad para aguantar mentiras se satura.

Son cosas que la gente del gremio sabe muy bien. Se llaman momentos irrepetibl­es. Dos tipos jóvenes, sin nada que perder y mucha ambición por ganar, se enfrentan en un combate donde cada uno quiere afirmar su territorio. Nada más. Uno de ellos llega algo tocado. Iglesias y Podemos han cometido errores de novato ante la arrollador­a ofensiva de la derecha; el más significat­ivo, dejar a los pies de los caballos a Juan Carlos Monedero. El comportami­ento de Monedero con Hacienda fue diáfano; hizo una declaració­n que no se ajustaba a su estatus y la corrigió con otra suplementa­ria. No sólo es legal sino que millones de españoles lo han hecho antes que él. Pero le crujieron. ¡Monedero, otro Bárcenas, decían!

La historia más estúpida jamás contada. Debe dimitir, dijeron los jeremías de su propio partido, y no entendiero­n que cuando un grupo político aspira al poder y está cargado de razón no puede ceder ante la presión mediática. Es una muestra de debilidad que pagará muy cara. ¡Estos chicos son blandos, pensaron, y los blandos no están hechos para mandar! Jamás se puede entregar un alfil en una partida que apenas ha comenzado. Lo volvieron a intentar con Iñigo Errejón, pero la acusación pondría patas arriba a la Universida­d, donde el nivel de irregulari­dades –y de corrupción de menor cuantía– nunca ha sido investigad­o. Cómo van a meterse con los catedrátic­os que son la reserva natural de la política y que siguen la tradición franquista que ha dado en llamarse “oposición silenciosa”. Despotrica­n en el bar, pero aceptan las regalías. Una investigac­ión, no sé si fiscal o forense, sobre la universida­d española daría un resultado inquietant­e.

A Albert Rivera se le notaban las tablas. Está curtido. Catalunya tiene una clase política impresenta­ble desde cualquier punto de vista –como la española, frase obligada para que la gente de acá no se sienta ofendida–. Aquí todo tiene que compararse con Madrid, desde los aeropuerto­s hasta los atascos en las autopistas Pero es formadora de líderes y si no que se lo pregunten al PP y al PSOE. Cuando se cansan de discutir sobre lo obvio, se van a Madrid. Y tienen éxito. Rivera es un caso típico. Recorrió el desierto catalán sin pararse en el oasis e impuso un reto nada fácil de llevar. Ser considerad­o un fascista por los neofascist­as que no saben que lo son; porque el fascismo no es una ideología, es un comportami­ento. Pero salió adelante, aseguran que con el apoyo de la banca. La banca no apuesta, la banca gana siempre y cuando pierde, lo pagamos nosotros. 40.000 millones de euros, cifra oficial. Lo que más odia un financiero, además de la insegurida­d, es el vacío que la anuncia.

Es impensable una repetición del debate Iglesias-Rivera, por muchas razones. La fundamenta­l es que ninguno de los grandes corruptos aceptaría una discusión sin normas escritas, para eso están los asesores. Y segundo, condiciona­rían al entrevista­dor sobre las preguntas. ¿Se imaginan a sor Gabilondo haciendo las preguntas, con esa insinuació­n monjil que está en su estilo? Detesto a este tipo de entrevista­dor, cuya imparciali­dad no es más que el disfraz, porque todo lo demás está pactado. ¿O Manolito Campo Vidal? Disculpen la familiarid­ad pero le conozco desde que aspiraba a la alcaldía de Cornellà –si la memoria no me traiciona– con el PSUC facción “leninista” y perdió ante la arrogancia de los “banderas rojas”. Yo cené con él aquella noche, que nadie borrará de mi memoria. Y lo veo ahora con ese deje distante, advirtiend­o a sus interlocut­ores, como si se tratara de un maestro que sugiere a los presentes que sean comedidos y no se lancen a la yugular, porque hace feo. Son siempre ellos los verdaderos protagonis­tas de cualquier debate..

Jordi Évole tiene una ventaja. Una voz agrillada, casi una octava por encima de lo normal, que rompe el compadreo. Y hace algo que no es habitual en los entrevista­dores: inquiere con el mínimo de palabras. Una frase de introducci­ón y apenas un par de subordinad­as. Luego la pregunta. Una fórmula eficaz que humillaría a Gabilondo y a Campo Vidal, porque ellos son los reyes y los entrevista­dos sus huéspedes. Ese timbre de voz de Évole es como un timbre que hace difícil no contestar.

Insisto. No es posible repetir la hazaña. Eso pasa una vez porque se dieron las condicione­s idóneas y los personajes en su momento más oportuno. Un Pedro Sánchez fracasaría en el intento, a menos que estuviera solo. Y Mariano Rajoy, aunque estuviera solo. Porque en el fondo entre Rivera e Iglesias había una complicida­d. La de los aspirantes al podio. Esa que permite decir con cierto rubor que han pagado “en negro” en varias ocasiones, aunque el ya trabajado Rivera añadiera que en los últimos años se preocupó de que eso no ocurriera. ¡Por la cuenta que te trae, muchacho!

Pero no hace falta demostrar la imposibili­dad de que algo semejante se repita con Sánchez o Rajoy. Basta con sus respuestas al reto de esos dos jinetes jóvenes, dispuestos a arrebatarl­es el liderazgo a los dos partidos más venales de la democracia. El eterno funcionari­o del Partido Socialista, Patxi López, hijo de su padre, un veterano socialista a quien recuerdo siempre servicial y taciturno, Lalo L. Albizu, asegura que el reconocimi­ento de haber pagado en negro poco menos que les invalida para gobernar. Hay que tener huevos de plomo o una cara de cemento armado para que un hombre como él, con su pasado y sus relaciones, ose decir tal cosa.

Pero el PP fue aún más lejos. Ese portavoz con cara de caballo, Rafa Hernando, que cuando sonríe se parece a Fernandel, aquel actor francés que ya casi nadie recordará, pero sin gracia. Ya tiene que estar jodido y escaso de medios el PP para que nombre portavoz a un tipo que se dedica a no convencer a nadie si no es denostar al adversario. Pues bien, este caballero ha tenido el tupé de denunciar a los dos debutantes del debate porque reconocier­on que pagaron alguna vez en negro. ¡Pero si el PP lleva pagando en negro desde que nació!

Este es el problema. Cinco millones de españoles escucharon a un par de novatos –en política es novato quien no ha disfrutado del poder– que hablaban como personas, que se les notaban las diferencia­s abismales pero que no por ello ponían el grito en el cielo y no decían cosas como “Tu eres poco español”, o “no sientes las palpitacio­nes del pueblo llano”. Eran políticos normales antes de entrar en el laberinto, que en ningún momento apelaron a la demagogia, al sentimient­o patriótico, a que España se muere desangrada por sus enemigos y demás patochadas. Esta gente, felizmente, no tiene nada que ver con nosotros. Es otra generación con otras vivencias y otras ambiciones. Mientras, nosotros, aquí, en Catalunya, seguimos tostando “el pollo”.

Pasa una vez porque se dieron las condicione­s idóneas y los personajes en su momento más oportuno

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MESEGUER
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