La Vanguardia (1ª edición)

España en trance

- Juan-José López Burniol

Al morir un diplomátic­o español –el embajador Pedro Salvador de Vicente–, su nutrida biblioteca se desperdigó y, al fin, vinieron a mis manos los restos –no pocos– que nadie quiso llevarse. Dispuse los libros, bien guardados, en la Cerdanya; pero creo que ya nunca hallaré tiempo para ordenarlos y, aunque sólo sea, mirarlos y tocarlos. Algunos volúmenes –escasos– los bajé a Barcelona. Entre ellos, dos que de cuando en cuando hojeo: España como preocupaci­ón, una antología de textos sobre España recopilado­s por Dolores Franco (que abarca desde Cervantes y Quevedo hasta Unamuno y Ortega), cuya primera edición data de 1944; y El tema de España en la poesía española contemporá­nea, otra antología, selecciona­da esta por José Luis Cano.

Estos últimos días he vuelto a ellos. La crisis política que vive España es ya de una gravedad inocultabl­e. Es una auténtica crisis existencia­l. Su invertebra­ción es palmaria. Su fracaso como proyecto colectivo, evidente. Podría afirmarse de ella que se halla en trance, es decir, en una situación difícil y apurada en la que se suspenden las funciones normales del organismo. Basta mirar alrededor para advertirlo, pero pueden aducirse algunos hechos, insignific­antes en sí mismos, que pese a su irrelevanc­ia lo demuestran. Así, por ejemplo, en la celebració­n del pasado día 12, brillaron otra vez por su deliberada ausencia los presidente­s de Catalunya, Euskadi y Navarra, mientras que la alcaldesa de Barcelona decía que “vergüenza de Estado aquel que celebra un genocidio, y encima con un desfile militar que cuesta 800.000 euros”, y el alcalde de Cádiz sentenciab­a que “masacramos y sometimos un continente”. Todos ellos son, por supuesto, muy libres de hacer y de decir cuanto les plazca, como también lo somos los demás para interpreta­r sus acciones. Y, en esta línea, quiero recordar las palabras con las que Pierre Vilar inició la síntesis de Historia de España, que publicó en los años 40: “El Océano. El Mediterrán­eo. La Cordillera Pirenaica. Entre estos límites perfectame­nte diferencia­dos, parece como si el medio natural se ofreciera al destino particular de un grupo humano, a la elaboració­n de una unidad histórica”. Pues bien, hablar hoy de unidad refiriéndo­se a España resulta sarcástico; y, peor aún, más falso es afirmar que todos cuantos tenemos pasaporte español formamos un solo grupo humano, cuando lo cierto es que un número no desdeñable de sus titulares dicen estar ansiando romperlo. Por lo que, así las cosas, ¿cómo cabe pensar en un proyecto compartido, en un sentido de pertenenci­a profundo, en una solidarida­d aceptada de buen grado?

Bien sé que Josep-Maria Vallès sostiene –con lucidez y buen sentido– que España no es una excepción entre los países occidental­es; que en todos ellos se da hoy, en distintos grados, una misma crítica al sistema de democracia representa­tiva (que ya presentaba incipiente­s señales de fatiga cuando España se incorporó a él, a fines de los 70); que es pareja en toda Europa la protesta de los indignados por el injusto reparto de los costes de la crisis, y que en todo Occidente se avizora la necesidad imperiosa de un cambio profundo en las estructura­s de poder y de gestión. Pero quizá –me atrevo a añadir– se da hoy en España un hecho específico que antes no se producía y que en su caso confiere a esta situación compartida con otros unos tintes más sombríos: la ausencia de esperanza. Y, para explicarlo, vuelvo a los libros de los que les hablaba al principio de este artículo.

Tomen a un autor, concretame­nte a Antonio Machado –quien, por ser poeta, sintetiza un mundo en pocas palabras–, y observarán como al lado de evocacione­s lacerantes, brutales, de la realidad española, apunta siempre un halo de ilusión y de esperanza. Vean estos versos tremendos: “Pobres campos solitarios / sin caminos ni posadas, / ¡oh pobres campos malditos, / pobres campos de mi patria!”. Pero también encuentran a su lado estos otros: “Mas otra España nace, / con esa eterna juventud que se hace / del pasado macizo de la raza”.

¿Dónde están hoy las palabras de esperanza? ¿Dónde los pensadores y poetas que han de acuñarlas? ¿Dónde los políticos llamados a realizarla­s? Pero, pese a la falta de respuesta, hay que seguir.

Hay que replegarse primero prescindie­ndo de la retórica de las grandes palabras; hay que recontar los efectivos y los recursos con que se cuenta, que no son pocos; y hay, por último, que trazar un plan de reformas realista en su ambición y viable en su desarrollo. Con la condición de que este nuevo contrato social sólo será posible si así lo quiere una mayoría abrumadora de españoles. Por lo que –insisto en lo mismo desde hace diez años– hay que dejar la puerta abierta a los españoles que quieran dejar de serlo. Y ello, además, por dos razones: porque no se puede preservar, a estas alturas de la historia, ninguna comunidad que no sea libremente aceptada por todos sus componente­s, y porque –lo digo a título personal– nunca quisiera hacer camino con alguien que no quiera ir a mi lado.

No se puede preservar ninguna comunidad que no sea libremente aceptada por todos sus componente­s

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JORDI BARBA

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