Isabel Preysler, prudentemente enamorada
El ciclón Isabel Preysler ha pasado por Barcelona. Ha sido como un tornado que ha dejado tras de sí un bello recuerdo. Ha cumplido todas las expectativas previstas, ha sido invitada de excepción, que no madrina ni embajadora de la firma Rabat, aunque su papel no ha sido definido por nadie, como si el compromiso fuera efímero cuando la frecuencia de los encuentros es deseada por ambas partes. En esa incierta espera, Isabel seguirá paseando sus sentimientos, que andan siempre parejos a sus compromisos profesionales. Ella nunca da un titular, pero sabe dotar de inquietud sus noticias que, por otro lado, derrochan sentido común. En este último encuentro el eje de la atención se centraba en su romance con Mario Vargas Llosa. Sabe que se va a casar, pero no tiene prisa, tiene paciencia. Y no hay fecha prevista porque hay mil problemas por resolver, especialmente por parte del Nobel, que, al parecer, sólo mantiene una relación educadamente cordial con su hijo Álvaro. En el aire quedan la gestión de sus obras, las rutinas laborales, las costumbres a las que estaba habituado Vargas Llosa con su antigua agente literaria, la desaparecida Carme Balcells, incluso con su todavía esposa, Patricia Llosa. Pero todo se arreglará, dice Isabel segura de que así será. Y ella nunca se equivoca.
También encuentra lógico que su hija Ana se vaya a vivir con su novio, Fernando Verdasco, y elude con un movimiento de cejas al aire cualquier insinuación acerca de la “fuga” de la benjamina de la casa al no ver con buenos ojos que Vargas Llosa se asiente en el chalet de mami estando el recuerdo de Miguel Boyer en el aire. A Isabel le parece estupendo esa práctica prematrimonial, aunque se quede en casa sola con Tamara. Por lo que quizá venda su fantástica villa, sería lo más normal. Si va a vivir en pareja, feliz y enamorada, ¿para qué quiere tanto?
No tiene prisa por casarse, todo a su tiempo, cuando se solucionen todos los problemas lógicos