La Vanguardia (1ª edición)

¿Puedo jugar con vosotros?

- JORDI GRAUPERA

Cuando vivía en Harlem, bajaba a Central Park, donde a menudo grupos de mexicanos o de jóvenes euroesnobs organizan partidos informales. Es como volver a la escuela: te acercas y pides entrar. Ser de Barcelona es tener pedigrí y esperan de ti, como mínimo, visión de juego y pases precisos. La presión de representa­r. Son partidos hechos del gozo de jugar, sin propósito aparente, pero dopados de competitiv­idad. El gozo son los pases imposibles, el intento de rabona, el caño inesperado. La competitiv­idad son los gritos cuando fallas un gol cantado, el esfuerzo infinitesi­mal por llegar a la pelota con una velocidad punta que no consigues ni cuando pierdes el metro.

En Williamsbu­rg, iba al McCarren Park. Los sábados, el campo de fútbol americano se convertía en tres campos de fútbol europeo, en transversa­l. Iberoameri­canos contra hipsters, todos tan malos que, en la incierta gloria de una mañana de abril, yo que nunca fui nadie en el recreo, me gané un: “Man, you’re Cristiano Ronaldo”. El pavo no entendió por qué me ofendía. Ahora, en Queens, me acerco a la cancha que hay al lado del cementerio, con porterías y césped artificial, a mirar las ligas infantiles. Los viernes por la noche, grupos de adolescent­es montan partidos improvisad­os. Sólo jugué una vez: son buenísimos, rapidísimo­s y seriosísim­os. Volví a casa humillado, agotado y con dolor en el tobillo. Adiós, gozo.

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