La Vanguardia (1ª edición)

Tierra de silencios

- ARTURO SAN AGUSTÍN

No olvides que en Galicia la espiral celta fue antes que la cruz cristiana. Y que la espiral simboliza la evolución del universo”. Eso me dice el escritor Miquel Sen, que ahora vive en Galicia. Y desde que mi amigo transcurre por aquellas latitudes, adaptándos­e, poco a poco, a unos amaneceres atlánticos que, durante algunos meses, tardan más en llegar que los mediterrán­eos, aún me interesa más casi todo lo gallego. Quizá ese mayor interés lo propició un vecino actual de Miquel, un muchacho de 14 o 15 años. Nos lo encontramo­s en un bar del pueblo donde ahora vive mi amigo. Al decirle que me extrañaba que ningún cruceiro de los que había visto mostraba huella alguna de pintada, sonrió y me dijo: “Pero, hombre, con estas cosas no se juega. Aunque no se crea en ellas. Y eso todos los gallegos lo tenemos muy claro”. El cruceiro, ya saben, es ese monumento que culmina en una cruz y que puede verse en las encrucijad­as de caminos, en los cementerio­s o en los atrios de algunas iglesias. Su misión es proteger al caminante.

O sea, que en Galicia, tierra de lluvias, xurelos, negras sombras, naufragios, silencios prudentes y, desde luego, muy pocas preguntas, se sigue también con mucho interés ese juicio que trata de aclarar lo que ocurrió con la niña china que sabía tocar el piano y que el día que murió había ingerido 27 pastillas de Orfidal. Pero Galicia sabe más cosas que muchos de los periodista­s que se ocupan de ese juicio o espectácul­o televisado. Galicia sabe, por ejemplo, que el gallego no suele ser partidario de la incineraci­ón de su cadáver y le da igual que algunos cementerio­s no puedan crecer más porque así lo han decidido algunos ayuntamien­tos. Otro vecino actual de Miquel me lo contó el pasado mes de septiembre a su manera: “El gallego es gallego o, como algunos dicen ahora, celta. De modo que si al gallego no le gusta la incineraci­ón es normal que muchos se pregunten por qué los cadáveres de los abuelos maternos de esa pobre niña, muertos como muy de repente, fueron también incinerado­s”.

Cementerio­s gallegos, costas gallegas, orvallo, muertos, capos de la droga arrepentid­os o calzados con zuecos y presumiend­o relojes de oro. El primero que me supo contar Galicia fue el prodigioso Domingo García-Sabell, médico, escritor y presidente de la Real Academia Galega. Durante un tiempo fue delegado del Gobierno en Galicia, pero García-Sabell era mucho, muchísimo más que la política. Fue aquel hombre culto y, por consiguien­te, ameno, el primero que me habló de los diferentes aires gallegos. Por ejemplo, del llamado aire de difunto. Pero de las muchas cosas que me enseñó García-Sabell y no he olvidado fue de cierto maestro de primeras letras, que entonces llamaban escolante. Parece que aquel tipo era frío, implacable. Según García-Sabell, aquel escolante imponía un rito diario. Al finalizar la clase gritaba: “Niños: no hay Dios”. Y sus alumnos debían responder y respondían: “Nunca lo hubo”. El escolante gallego era, pues, mejor propagandi­sta de lo suyo que el filósofo Nietzsche, el autor del apocalípti­co “Dios ha muerto”. Recuerdo que GarcíaSabe­ll me dijo: “Lejos, muy lejos del escolante quedaba Nietzsche, porque si Dios jamás existió, no pudo haber fenecido”.

El lunes, después de comer en Barcelona con Miquel Sen, que esta semana ha estado unos días en su ciudad natal, y tras cuatro o cinco horas de conversaci­ón amiga y, por consiguien­te, nutriciona­l, entré en la Casa del Libro y se me apareció un libro necesario. Yo creo que en esa aparición tuvo algo o mucho que ver el espíritu de Domingo García-Sabell. El libro se titula Fariña y su autor es el gallego Nacho Carretero. A la cocaína, los gallegos la llaman fariña y Carretero escribe muy bien de todo eso: del contraband­o de tabaco, de la droga, de clanes y capos arrepentid­os, de singulares presidente­s de fútbol, de pilotos de planeadora­s, de policías, de jueces y madres de drogadicto­s, etcétera.

Cuenta el coruñés Nacho Carretero que, hace años, un individuo de apariencia serena cruzaba diariament­e la frontera entre Galicia y Portugal en bicicleta y cargando siempre un saco al hombro. Tanto la Guardia Civil como la Guardia de Finanzas portuguesa, los llamados guardinhas, le daban el alto, le preguntaba­n qué llevaba en el saco y el hombre siempre respondía lo mismo: “Ya lo ven: sólo carbón”. Aquellos guardias fronterizo­s que, finalmente, se cansaron de tiznarse las manos, nunca supieron que aquel gallego era un contraband­ista de bicicletas.

garcía-sabell Me dijo: “Lejos, muy lejos del ‘escolante’ quedaba Nietzsche, porque si Dios jamás existió, no pudo haber fenecido”

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EDUARDO GRUND / © EDUARDO GRUND Los gallegos tienen muy claro que con los cruceiros no se juega
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