La Vanguardia (1ª edición)

Lee Miller, al otro lado de la cámara

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Man Ray, Avedon, Horst, Capa… son nombres incontesta­bles, reconocibl­es por el oído universal: la fotografía en mayúsculas. Pero, ¿qué ocurrió con Lee Miller? ¿Por qué a pesar de sus logros y su vida excepciona­l, que la llevaron de la portada de Vogue a la primera explosión de napalm en el asalto de SaintMalo, su nombre apenas es retenido por unos pocos? La memoria de las mujeres en la historia es esquiva y frágil. Pocos admiten que su obra ha podido estar influencia­da por Lee Miller, quien pasó de forma inaudita de la vanguardia artística a correspons­al de guerra, demostrand­o cómo ambas rozan los extremos: lo sublime y lo abisal. Sus fotos alcanzaron la perfección, capturaron la emoción necesaria para explicar la realidad. Como la del suicidio de militantes nazis en el Ayuntamien­to de Leipzig, desvanecid­os en el sofá. Y aún y así pocas formaron parte de exposicion­es.

Lee Miller era una niña rubia y preciosa que a los ocho años fue violada por un amigo de la familia mientras la cuidaba. Se rompió. Su familia hizo terapia con la fotografía: posaba desnuda para su padre, Theodor, el único hombre en que confiaba. Miraba trenes durante horas. De adolescent­e se enamoró de París y de su profesor de teatro, un viejo. La familia la subió a un trasatlánt­ico, camino de la vieja Europa. Y a partir de entonces se inicia una carrera intensa que se extiende desde la escuela de Man Ray –de quien fue asistente, modelo y amante– hasta los talleres de Picasso, con quien también se acostó.

Pasaba de la fascinació­n artística a las depresione­s y pensamient­os suicidas. Pero como le contestó a un correspons­al del New York

World Telegram al descender del barco que la devolvía de Europa,

très parisienne: “Preferiría hacer fotos a que me las sacaran”.

Abrió su propio estudio en la Gran Manzana. Se hizo célebre. En París fue la fotógrafa preferida

avant-garde y en Nueva York de la alta sociedad. Se ganaba muy bien la vida. Pero, enamorada, se fue a vivir a Egipto y abandonó su carrera. Regresó al estallar la II Guerra Mundial, acompañand­o a los soldados norteameri­canos, documentan­do la liberación de París y el horror de los campos de concentrac­ión de Dachau y Buchenwald. Dos matrimonio­s fallidos, y un estrés postraumát­ico de guerra. Se retiró a los 46 años. Venció al alcohol y vivió en una granja inglesa hasta que la mató un cáncer.

Este mes, en el Museo Imperial de la Guerra de Londres se expone Lee Miller: a woman’s war, que recoge su obra como reportera de guerra. Dicen sus biógrafos que su belleza entró en conflicto con sus logros, “como si existiera una cerrazón mental a aceptar que una mujer arrebatado­ra sea una fotógrafa de primera”. Al peso existencia­l de la fractura de su intimidad, siendo muy niña, se sumó la tragedia de la belleza. Su vida fue un desafío artístico cargado de mensajes, como haberse retratado en la bañera de Hitler en una personal venganza con el nazismo. Allí está desnuda, aseándose en el lujoso cuarto de baño del apartament­o muniqués del Führer –refugiado en el búnker del Reichstag–, que la observa frotarse la espalda desde un retrato colocado entre jaboneras y guantes de crin. De qué manera esta foto refleja la victoria de los aliados, impregnada de satisfacci­ón y triunfo. Su sutileza es tan narrativa como técnica. Aquella americana chic y malhablada que sorprendía con sus tacos a los rudos soldados, aquella mujer bella que nunca borró el peso en sus ojos, aquel talento que se secó al regresar de las trincheras, consiguió el blanco y negro más radiante y silencioso de la historia.

Era una niña rubia y preciosa que a los ocho años fue violada por un amigo de la familia que la cuidaba Su vida fue un desafío artístico cargado de mensajes, como su fotografía en la bañera de Hitler

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DAVID E. SCHERMAN / GETTY
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