Los límites de Putin en Siria
RICHARD N. HAAS
No han escaseado los análisis de lo que Vladímir Putin está haciendo en Siria y por qué. Con todo, buena parte de ellos se han centrado estrictamente en el corto plazo y pueden ser demasiado negativos al evaluar las probables consecuencias de sus acciones a largo plazo. Lo que sabemos es que ha decidido acudir en ayuda del acosado régimen de Bashar el Asad. Las bombas y misiles rusos están lloviendo sobre un despliegue de grupos armados que han estado combatiendo contra las fuerzas del Gobierno sirio, lo que ha brindado al régimen el respiro al que iba encaminada la intervención rusa.
Por malo que sea el gobierno de El Asad y por muchas que sean las acusaciones a las que deba responder, este resultado probablemente será preferible a corto plazo al desplome del régimen. La dolorosa verdad en la Siria actual es la de que muy probablemente la implosión del Gobierno provocaría un genocidio, millones más de desplazados y la creación del llamado califato del Estado Islámico en Damasco.
Los motivos de Putin se prestan a conjeturas, pero parece que no quería ver caer al aliado de Rusia desde hace mucho en Oriente Medio. Además, nunca desaprovecha una ocasión de recordar al mundo que Rusia sigue siendo una gran potencia, capaz y de actuar en pro de sus intereses. También puede que deseara distraer la atención en su país, con una economía contraída y el aumento del coste de la intervención en Ucrania. La elevada valoración de Putin en las encuestas indica que tal vez lo está consiguiendo.
Muchos temen que el reciente activismo de Rusia no sólo prolongará la brutal guerra civil siria, sino que, además, fortalecerá al Estado islámico. Muy bien podría ser así, pues el odio al régimen de El Asad es el mejor instrumento para reclutar adeptos y, al menos hasta ahora, el EI parece ser poco prioritario para el ejército ruso, que parece estar atacando sobre todo a otros grupos anti-Asad.
De hecho, ha habido noticias de que el EI está trasladándose a zonas que otros han abandonado a raíz de los ataques rusos. Rusia parece estar practicando el mismo juego cínico que El Asad: entender la guerra como una disyuntiva entre el EI y el régimen que, por defectuoso que sea, todavía merece el apoyo del mundo.
Algunos temen también que esa demostración de autoafirmación presagie una nueva ola de esa clase de intervenciones e incluso una nueva guerra fría, pero no es probable aunque sólo sea por la razón de que Rusia carece de los medios económicos y militares para sostener tales empeños en múltiples frentes. Tampoco está claro que el pueblo ruso esté dispuesto a pagar un alto precio por semejante política exterior.
Así, todo depende de Putin, que goza de un grado de autonomía en materia de adopción de decisiones en el Kremlin que no se había visto desde la época de Stalin. Putin es famoso por su entusiasmo por las artes marciales y su actuación en Siria es coherente con los principios de esas disciplinas, incluida la importancia de un ataque decisivo que neutraliza las fuerzas del oponente y aprovecha sus debilidades.
Pero la fuerza tiene sus límites. La intervención de Rusia no puede triunfar, si eso supone permitir al gobierno de El Asad recuperar el control sobre la mayor parte del territorio. Su política puede, como mucho, establecer un enclave relativamente seguro.
Incluso ese modesto objetivo resultará costoso: el EI también está volviéndose más fuerte. Y podría extenderse a la propia Rusia: sólo es cosa de tiempo que haya ataques con bombas en Moscú, como el reciente de Ankara.
Lo que de verdad hay que preguntarse es si Putin considera el fortalecimiento del Gobierno de El Asad un fin en sí mismo o un medio para un fin. Si es lo último –si Putin piensa como un jugador de ajedrez y prepara varios movimientos por
Con la actuación siria, Putin distrae sobre la contraída economía rusa y el alto coste de la intervención en Ucrania Si Putin piensa como un ajedrecista, cabe concebir un proceso diplomático en el que se destituya a El Assad
adelantado–, es concebible un proceso diplomático en que se destituya a El Asad en algún momento. Rusia podría apoyar tal proceso; al fin y al cabo, Putin no es conocido por su sentimentalidad. De hecho, podría lanzarse a un proceso que le permitiera demostrar el papel clave de Rusia para mol-
dear el futuro de Oriente Medio.
Entre tanto, Estados Unidos y otros deben aplicar una política de doble vía. Por una se canalizarían las medidas para mejorar el equilibrio de poder en el terreno en Siria, lo que significa ayudar más a los kurdos y a ciertas tribus suníes, además de continuar atacando al EI desde el aire.
Con ese empeño habría enclaves relativamente seguros. Una Siria de enclaves o cantones puede ser el mejor resultado posible de momento y en un futuro previsible. Ni los EE.UU. ni ningún otro tiene un interés nacional vital en restablecer un gobierno sirio que controle todo el territorio del país; lo esencial es hacer retroceder al EI y grupos similares.
La segunda vía es un proceso político en el que Washington y otros gobiernos no descarten la participación rusa (e incluso iraní). El objetivo sería el de forzar el abandono del poder por El Asad y establecer un gobierno sucesor que, como mínimo, gozara del apoyo de su base alauí e idealmente, de algunos suníes. Semejante proceso podría muy bien conferir prestigio a Putin. Si contribuyera a una dinámica que con el tiempo redujese el sufrimiento del pueblo sirio y el peligro representado por el EI, sería un precio que valdría la pena pagar.