La Vanguardia (1ª edición)

El Sexyland de la calle Còrcega

- Joaquín Luna

Cada vez que hay un pollo en la sede de CDC de la calle Còrsega, 331-333, sufro por el comercio de proximidad. Con tanta guardia civil, unidades móviles, jueces, secretario­s de juzgado, cámaras de televisión y pensionist­as badocas, ¿quién es el guapo que se atreve a entrar pimpante en el Sexyland, calle Còrsega, 329?

El jueves y en el mismísimo Canal 3/24 seguían con las imágenes del registro de CDC en las que, de amagatotis, se aprecia la vecindad del Sexyland, un “sex shop de barrio” que –a diferencia de las aledañas Casa de Valencia y sus sesiones de tango o la churrería Trébol, solaz del noctámbulo– nunca había pisado.

¿Y qué hice? Lo que cualquier barcelonés cívico, filobotigu­er y cantamañan­as –seguro que alguno conocen–, soberanist­a o unionista, habría hecho en mi lugar.

La mala noticia es que eran las doce del mediodía, de un mediodía muy luminoso y me pisaban los pasos dos turistas jóvenes. Yo no quería que se llevasen una impresión equivocada del país y dijeran: ¡el partido del Gobierno tiene la sede embargada y justo al lado unos viejunos ociosos entran en un sex shop de buena mañana!

Aun sex shop no se puede entrar de cualquiera manera. Haciéndose el despistado, por ejemplo. Hay que pisar estoy-de-vuelta-de-todo (y rezar para que nadie te vea). –Quería un detalle. –¿Clitoriano o vaginal? Clitoriano, me dije, queda más trendy. El dependient­e, amabilísim­o, me sacó cuatro o cinco artefactos, muy alegres y redonditos, como chuches hipertrofi­adas.

Todo iba muy casual, muy The New Yorker, hasta que me derrumbé: –¿Y esto cómo se para? Mientras el dependient­e cobraba, pensé en presentar una reclamació­n ante la ONU a la vista de un artilugio llamado Prince of Namibia. A ver, ¿qué nos han hecho los namibios, “la tierra de los valientes”? ¿Admitiría yo en un sex shop de Namibia que bautizasen a un pedazo látex El Cid of Spain o Casteller, real man of Catalonia?

Y, sin embargo, no protesté: bastante tenía con vigilar de reojo el tipo de bolsa que iban a darme. Resultó discreta, sin el nombre del comercio, de fondo negro y topos dorados, pero algo pequeña, de modo que cuando subí al autobús 34 camino del diario imaginé que todo el pasaje –un 80% femenino– sabría lo que llevaba en la bolsita y tampoco descartaba que empezara a emitir sonidos delatores.

–Ayer, con tanto barullo al lado, no debió de entrar nadie... –No, lo normal. Como hoy... Estábamos tres clientes. Dos en la tienda y uno en la trastienda, un parque sexual temático y sombrío, previo pago de ocho euros.

Y cuando ya me iba, reporteram­ente hablando, el dependient­e deslizó: –Tenemos una puerta lateral... Nadie te ve, nadie se entera.

Con tanto pollo en la sede de CDC, ¿quién es el guapo que entra pimpante en el vecino ‘sex shop’?

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