El precinto del Principal y el olvido del Arnau
bre el Paral·lel. Pero pasa el tiempo y no llega la rehabilitación de un edificio singular, como exigió en el 2012 una magnífica exposición del Centre de Cultura Contemporània: El Paral·lel, 18941939 (Barcelona i l’espectacle de la modernitat). Los comisarios de la muestra, cuyos fondos enriquecerían cualquier museo, fueron Xavier Albertí, director del Teatre Nacional de Catalunya, y el periodista y profesor de arte dramático Eduard Molner.
Ellos y otros personajes de la cultura han sumado sus voces a las de Salvem l’Arnau, una de las asociaciones englobadas en Som Paral·lel. Los vecinos critican que el Ayuntamiento inicie negociaciones para comprar el teatro Principal, en la Rambla, cuando ya tiene uno desde hace cuatro años y no sabe cómo rescatarlo. La adquisición del Principal, que ya se tanteó en el 2008, parece una comedia sobre un comprador que quiere comprar y un vendedor que se resiste a vender. El vodevil vivió anteanoche un nuevo acto, con el precinto de la sala porque sólo tenía permiso de teatro y funcionaba como discoteca (véase uno de los recuadros). El Principal está catalogado con un nivel de protección alto, el B, aunque mientras sea privado mantenerlo en buenas condiciones corresponde al propietario, el grupo Balañá, que lo alquila a otra empresa. El Arnau, con “relevantes valores históricos y artísticos”, tiene un nivel de protección más bajo, el C. Pero es de titularidad municipal y, como recuerda la Síndica de Barcelona, Maria Assumpció Vilà, el Ayuntamiento tiene “el deber y la obligación de asegurar la conservación y la rehabilitación” de su patrimonio.
Y el Arnau forma parte de ese patrimonio: es el único superviviente del primer Paral·lel, con el techo de madera recubierto de uralita, característico de entonces. Desde que lo compró, el Ayuntamiento se ha limitado a apuntalar y estabilizar la fachada, que se había desplazado ocho centímetros, según un informe pericial. La entrada está tapiada y el frontispicio, oculto tras un andamio y una malla de protección. En el interior, la lona que cubría el falso techo fue retirada y dejó al descubierto placas de yeso en muy mal estado, que también fueron desmontadas. Las que se salvaron, con telas ornamentadas, se amontonan ahora en uno de los dos bares, el que daba a la calle. El otro, en la primera planta, era sólo para los espectadores, como se aprecia en una de las fotos en blanco y negro de este reportaje.
El aspecto de los palcos no ha variado mucho con respecto a esa imagen, aunque uno ha perdido la barandilla. También hay que tener cuidado al pisar la platea. En el suelo hay clavos. Las butacas han sido desancladas y arrinconadas en los laterales. Las bambalinas, el telón, la boca del escenario, los libretos de La venganza de don Mendo, las anotaciones de los tramoyistas... Todo rezuma historia, aunque las únicas plumas que quedan –aquí, donde hubo tantas lentejuelas y boas– son las de las palomas, que antes se colaban por las ventanas rotas.
Hay camerinos en la primera y en la segunda planta. Cuanto más arriba, más grandes. “Este debió ser el de Raquel Meller”, piensa el recién llegado en el más grande de todos, donde sólo queda el inmisericorde polvo, un lavamanos, un espejo y dos ceniceros con forma de cisne. La soledad, la oscuridad, los pasillos y las escaleras de madera que crujen a cada paso animan a buscar espectros en cada rincón. Una presencia, una sombra del pasado. Una chica del coro o un señor descarriado que se niega a aceptar su
La Guardia Urbana clausura la sala de la Rambla por hacer de disco y no de teatro La fachada del local donde ‘nació’ la gran Raquel Meller se ha tenido que apuntalar
muerte y cree que vivirá mientras dure la función. Un proverbio árabe dice: “Ten cuidado con tus deseos, porque a veces se cumplen”. La ansiada visión, ¡ay!, no se produjo, pero al final de la visita los advenedizos vivieron un suceso que les erizó el vello.
De vuelta a la calle, a la luz y a los ruidos del exterior, a la mirada espectral de la estatua de La violetera, sigue sin respuesta la pregunta del Centre de Cultura Contemporània. ¿Cómo hemos podido dar la espalda a esta parte de nuestra historia? No es sólo el Arnau, es todo el Paral·lel. “Baixant per la Font del Gat...” Esa canción y otras grabadas en nuestro ADN nacieron en esta avenida y se hicieron tan populares que hoy forman parte de nuestras vidas. En estos escenarios se estrenó L’auca del senyor Esteve yla cultura de masas dio pasos de gigante. Este fue el reino de su majestad Raquel Meller, estrella mundial y portada de Time . La aristocracia del cabaret actuaba aquí, como la Fornarina, busto prominente, cintura de avispa y rostro magnético, una diosa “amb un rajolí de veu adorable i una intenció criminal”, dice en sus Memòries Josep Maria de Sagarra.
Pero para ver a la Cachavera, Amalia de Isaura, Ramoneta Rovira, Luisita Esteso, Teresita Pons, la Goya, la Bella Otero y la Bella Oterito, hay que cerrar los ojos. Si se abren, la magia se esfuma y desaparecen los fantasmas. Y, con ellos, Picasso, Opisso, Rusiñol y tantos otros creadores, seguidos de cerca por los modelos en que se inspiraron: cupletistas, espectadores, camareros, prostitutas, transformistas, soldados...
Los cambios sociales, culturales y urbanísticos del siglo XX en Barcelona no se entenderían sin el Paral·lel, que tuvo la mayor concentración de locales de ocio de Europa y acunó vanguardias artísticas y movimientos políticos. Las salas ofrecían mítines de día y espectáculos de noche. Quedan teatros con nombres históricos, como el Apolo, el Victòria o el Condal, pero en edificios nuevos o completamente remo-
delados. El Apolo ha sido engullido por un aparcamiento, una cafetería, un salón recreativo y, sobre todo, un hotel de cuatro estrellas. El Gran Café del Circo Español ya no existe y en su lugar está la sala Barts, otro hotel y un restaurante (menú a 9,50 euros) en cuyo escaparate puede leerse: “Antic Café Espanyol”. También han dejado de existir los teatros Español, Nuevo y Cómico, o Espanyol, Nou y Còmic, en función de las autoridades de la época. El actual Molino, que antes fue Le Moulin Rouge, y que tuvo que castellanizar su nombre y renunciar al adjetivo que le provocaba urticaria a Franco, lucha por recuperar su leyenda, sin necesidad de remontarse a la noche de los tiempos. El Molino de la primera juventud de Merche Mar o el de Pipper, Johnson y Escamillo. “Maricón”, les gritaban a veces y el interpelado respondía: “Como tú, pero yo no pago por verte”.
El majestuoso Olympia, en la esquina con Comte Borrell, donde ahora hay un solar yermo propiedad de un banco, murió en 1947 por falta de amor, como Mimí, la heroína de su última función, La Bohème. También los vecinos reclaman que este espacio sirva para equipamientos culturales. Mejor suerte corrieron el Victòria y el Condal, que sobreviven, aunque con un aspecto a años luz del que tuvieron, encorsetados entre viviendas y, en el segundo caso, compartiendo la entrada con un bingo. En realidad, de la edad de oro del Paral·lel sólo queda un monumento y su fachada ha tenido que ser apuntalada para evitar que se caiga. En eso pensaban los periodistas cuando se despidieron del Arnau con un tímido aplauso, un sencillo homenaje a sus 121 años de historia. Una atronadora ovación se despertó entonces. Parecía que las almas de cuantos amaron este teatro regresaban, como en el
Monte de las ánimas, de Bécquer. Pero no eran fantasmas. Eran los aleteos de las palomas, que golpeaban la uralita del tejado y levantaban el vuelo, asustadas.