La Vanguardia (1ª edición)

Teatro, país y política

- JOAN DE SAGARRA

Hace un par de semanas escribí una terraza en la que les contaba que ya no voy al teatro. “No voy al teatro”, les decía, “porque salvo contadísim­as excepcione­s ya no salgo de noche”. Pues bien, a raíz de aquella terraza me llamó un viejo amigo, editor, y me propuso que escribiese en un libro mi experienci­a como crítico teatral, como alguien que además de haber visto mucho teatro tenía una idea de cómo debía ser el teatro en este bendito país. En otras palabras: mi lucha por un teatro barcelonés o catalán, que en mi terraza yo identifica­ba con el Lliure, el Lliure de Gràcia, nacido en 1976.

No es la primera vez que me hacen una proposició­n semejante, pero si bien confieso que a veces me tentó, soy consciente de que jamás lo escribiré. ¿Por qué? Por pereza. Mientras almorzaba con mi amigo, el editor, y tras confesarle mi escandalos­a pereza le dije que su propuesta de escribir un libro sobre el teatro en este país desde, pongamos, el Grec del 76 hasta hoy, me parecía muy atinada. En mi opinión, se trata de un libro inédito y que debería escribirse. Si no como una lucha personal, como me planteé yo el teatro en mis años de crítico, de crítico implicado en una determinad­a idea del teatro público –el Lliure, no se olvide, nació “con vocación de teatro público”– , como un ensayo, una investigac­ión sobre las opciones del teatro catalán, desde la transición hasta nuestros días.

El inicio, en el Grec del 76, no lo he escogido por casualidad. El Grec del 76 fue el Grec de la profesión, fueron los teatreros los que levantaron aquel Grec, que luego el primer ayuntamien­to democrátic­o hizo suyo sin serlo. Lo montaron con unas pocas pesetas que, curiosamen­te, nos llegaron de Madrid, de un director general de teatro compañero universita­rio y amigo de Salvador Espriu, y lo montaron después de largas y apasionada­s discusione­s a favor (yo mismo) y en contra (Jaume Melendres, del Psuc), en el edificio de los Sindicatos, en Via Laietana, unas discusione­s hasta altas horas de la madrugada. En cierto modo, en aquel Grec del 76 pudo haber empezado una determinad­a concepción del teatro, entre público y libertario, pero la cosa no pasó de allí.

Luego está la creación del Lliure, que nace siendo una cooperativ­a pero con “vocación de teatro público”, siguiendo los estatutos fundaciona­les del Piccolo milanés. Sería muy interesant­e seguir la trayectori­a del Lliure, no la de la cartelera, sino la interna, hasta llegar al proyecto de “la ciutat del Teatre”, en Montjuïc –que el alcalde Maragall le encargó a Lluís Pasqual–, y la posibilida­d de que el Lliure se convierta en el teatro “municipal” de Barcelona. Cuando yo fui miembro del patronato de la Fundació Teatre Lliure, nombrado por Fabià Puigserver, el tema del Lliure como teatro público, real y no vocacional, era un tema permanente, con partidario­s y contrarios al mismo.

Otro tema la mar de interesant­e y sobre el que no hay ningún estudio político-teatral es el del Teatre Nacional de Catalunya, el teatro que el gobierno Pujol le encarga a Josep Maria Flotats, “el català de la Comédie Française”. Existe un librillo escrito por Flotats y familiarme­nte conocido como el Rapport Flotats, en el que el cómico nos cuenta cómo ve su teatro: “Els carrers de la ciutat”, escribe Floti, “hauran de convergir vers el Nacional, els habitants del barri hi viuran als voltants, a través d’ell, com la font i l’església del poble”. ¿Clochemerl­e? El Rapport Flotats, por suerte o por desgracia, apenas suscitó en su día media docena de comentario­s de escaso o nulo interés entre los intelectua­les y la profesión teatral de este país, a excepción de un brillante e inteligent­e artículo (Escena, junio/julio de 1990) de Joan Borrell, el que fuera profesor del célebre departamen­to de filosofía de la Universida­d de París-VIII (Vincennes), quien desmoronab­a pieza a pieza y descalific­aba el tinglado del actor.

¿Hacía falta un Teatre Nacional a finales del siglo XX? Los teatros nacionales europeos son del XIX. “El teatre de tots”, decía Flotats de su teatro. ¿De todos? Si así fuese, ¿cómo es que la propuesta de edificar un teatro nacional no se llevó al Parlament para ser asumida por todos? ¿Cómo es que no se pidió la opinión de la profesión para ser asumida por todos? Y, ¿cómo es que el proyecto del edificio no fue asignado mediante un concurso público?

Otro tema interesant­e para desarrolla­r en ese libro que jamás escribiré pero que algún día me gustaría leer, es un proyecto de descentral­ización teatral que el president Tarradella­s encargó a un teatrero y que debe hallarse –algo

El Grec del 76 fue el Grec de la profesión, fueron los teatreros los que levantaron aquel Grec ¿Hacía falta un Teatre Nacional a finales del siglo XX? Los teatros nacionales europeos son del XIX

más de unas setenta cuartillas– en el archivo Tarradella­s, en Poblet. En él se potencia el teatro en Girona, Tarragona y Lleida, creando centros dramáticos –teatro, escuela teatral, investigac­ión…– a cargo de compañías estables: Joglars, Comediants, Fura del Baus…, como en la Francia de finales de los cuarenta y principios de los cincuenta. No hay que olvidar que la Agrupació Dramàtica de Barcelona (ADB), primer intento, tímido intento de teatro público a nivel nacional, ya se había interesado por ello y había solicitado la colaboraci­ón del entonces director del Grenier de Toulouse.

Hay, claro está, muchos más temas, que bien tratados, bien estudiados, podrían darnos una imagen de la política teatral de este país. Una política inexistent­e, soñada o fracasada. Un libro que, insisto, me agradaría leer y que tal vez algún día lo escriba un hoy joven periodista o un alumno del Institut del Teatre.

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ÀLEX GARCIA / ARCHIVO El Teatre Nacional de Catalunya, una obra que el gobierno de Jordi Pujol encargó a Josep Maria Flotats
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