La Sagrera se eterniza
La junta constructora de la Sagrada Família ha ratificado esta semana la fecha de finalización del templo gaudiniano. Si no surgen obstáculos de carácter administrativo –atención al papel del Ayuntamiento de Barcelona en el proceso de expropiaciones necesario para trazar el paseo que ha de conectar la Diagonal con la fachada de la Glòria–, en el 2026 veremos el remate de unas obras iniciadas en 1882 con el acto simbólico de colocación de la primera piedra. Habrán transcurrido 144 años, un tiempo razonable si se compara con el que se necesitó para edificar las grandes catedrales.
También hace escasos días, la ministra de Fomento, Ana Pastor, ha marcado la inauguración de la estación intermodal de la Sagrera para el 2020. La experiencia de los últimos veinte años nos obliga, no obstante, a cuestionar tan optimista previsión. Los planes ferroviarios de los años sesenta ya dibujaban un sistema con dos grandes estaciones en la ciudad de Barcelona, una en Sants –inaugurada en 1979– y otra en Sagrera. Las indecisiones, la falta de voluntad y el regateo partidista de las tres administraciones implicadas en este proyecto, que tendría que servir de una vez por todas para coser la más profunda de las heridas urbanas que continúan supurando en la capital catalana, han ido retardando una obra que, desde hace años, avanza a trompicones y que, por no tener, no tiene todavía ni resuelta su financiación.
El nuevo gobierno municipal ha reaccionado con evidente malestar a la licitación por Fomento del proyecto constructivo de la estación, de la que se enteró cuando ya había sido publicada en el Boletín Oficial del Estado, una muestra más de la total desconexión entre el Ayuntamiento y el ministerio. El Consistorio exige, como es lógico, participar en el enésimo rediseño de esta instalación y reclama al gestor de infraestructuras ferroviarias, Adif, que movilice el presupuesto comprometido en esta gran obra. El equipo de la alcaldesa Colau rechaza que una parte importante de la financiación proceda de las plusvalías producidas por la explotación de superficies comerciales en la propia estación y en su entorno, algo a lo que el Estado –sea quien sea quien gobierne en Madrid después del 20-D– difícilmente renunciará. Creer que una infraestructura de la magnitud de la Sagrera va a poder terminarse sin una fuerte inyección de capital privado es creer en los Reyes Magos, Papa Noel y el tió a la vez. Así las cosas, mucho me temo que nos dirigimos hacia un callejón de difícil salida. No sería de extrañar que antes viéramos terminada la Sagrada Família.