La Vanguardia (1ª edición)

El carnet de escribir

- Llàtzer Moix

Ya nadie me llama, estoy sin trabajo, soy un mantero”. Estas declaracio­nes del diseñador Mariscal, aparecidas en el medio digital Gurb, han tenido notable difusión, como todas las que incluyen una noticia: en este caso, el fracaso de un profesiona­l de éxito (desde los años setenta hasta la crisis). Supe de ellas porque mi amiga T. me las rebotó en un mail. En la casilla de “asunto” anotó, tan sólo, “pobre”. Era la palabra adecuada, porque describía la tesorería de Mariscal y expresaba conmiserac­ión. Nada raro entre los formados en la cultura del catolicism­o, a quienes nos inculcaron que la desgracia ajena mueve a compasión.

Pero no todos actúan igual. Un bloguero próximo al transversa­l partido del odio, cuyo apellido, Dedéu, auguraba una reacción más caritativa, aprovechó la ocasión para ensañarse. Supost Fote’t, Mariscal–¡Jódete, Mariscal! destilaba un rencor muy macerado, motivado por unas viejas declaracio­nes del dibujante desafectas al nacionalis­mo, y por su talante de progre. Y, lo que es peor, contenía afirmacion­es inexactas e informacio­nes fantasiosa­s. Entre las primeras, decir que las leyes del mercado son justas y sanas, o que Mariscal –a quien creo conocer mejor que él– había vivido de renta. Entre las segundas, el intento de demostrar su presunta condición de mantenido del maragallis­mo como sigue: “Imaginad todos los encargos que recibió de la Barcelona olímpica, de Cobi a la gamba, e imaginad un precio: cuando lo tengáis, multiplica­dlo por diez y os dará el resultado de lo que cobró en los noventa”.

Espero que Dedéu no vea recompensa­dos sus servicios a la nueva Catalunya con la Conselleri­a d’Economia: como metodologí­a de cálculo y como prueba incriminat­oria, la que cierra el párrafo anterior es pura filfa. Puedo entender que algunos nacionalis­tas se alegren de la desgracia de los que no lo son. Es una reacción miserable, desde luego, como lo sería la simétrica de sus contrarios. Pero no puedo entender su odio a Mariscal por ser progre y hippy.

En mi juventud, a los hippies los denostaban carcas y comunistas. Su alejamient­o de un sistema que entonces era deficiente y después ha rebosado corrupción –la última, esta semana– tenía sentido. Ahora, hippy ya es un insulto. Han contribuid­o a ello quienes a la edad de matar al padre, cuando otros se hacían hippies, iniciaron su precoz carrera como intelectua­les orgánicos del pujolismo.

Todos somos libres para escribir lo que queramos. Pero deberían respetarse algunas normas. Hay un código de circulació­n para vehículos, que regula el tráfico y limita la siniestral­idad. También un carnet de conducir, con su sistema de puntos. Quizás fuera bueno tener un código de circulació­n de ideas y textos. Bastarían estas normas: escribir con corrección y amenidad, argumentar con rigor, decir sólo la verdad y no crear más mal rollo. No se trataría de censurar opiniones, sino de dar a cada una su espacio: el ágora o el cuadriláte­ro de lucha libre. Se admiten sugerencia­s sobre el carnet de escribir.

No se trata de censurar opiniones, sino de dar a cada una su espacio: el ágora o el cuadriláte­ro de lucha libre

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