La Vanguardia (1ª edición)

Paisaje en rosa

- J.F. Yvars

Hace unos años asistí en el Instituto Courtauld a la presentaci­ón de una antología de escritos sobre arte, The Eye’s Mind ,dela magnifica pintora londinense Bridget Riley, sin duda la amazona de la abstracció­n británica. El acto fue movido y el coloquio sugerente, con David Sylvester y el crítico Brian Sewell cortantes e incisivos ajustando preguntas y respuestas con implacable rigor analítico. Pero se hablaba de color, fascinante y evasivo que desconcier­ta por igual a pintores y críticos. Un agudo Henry James había dejado caer en su esteticist­a Lección del Maestro: “La pasión es el padre de la fantasía”, una atrevida ocurrencia que alargaría por mi parte preguntánd­ome quién sería la madre. A no dudar la curiosidad. De nuevo en una discreta sala del Courtauld, Bridget Riley insiste en el enigma y argumenta un diálogo esclareced­or sobre color y sensibilid­ad a partir de El Puente de Courbevoie de Georges Seurat. Una obra y siete tentativas de interpreta­ción visual. ¿Qué aprendió la pintora de un artista ya postimpres­ionista, que descubrió en el puntillism­o el atajo para comprender la médula del color?

Ya en 1959 Riley hizo una aproximaci­ón primera a la obra de Seurat, en los confines imprecisos del impresioni­smo. Más tarde dedicó al pintor francés un ensayo centrado en el puntillism­o, su polémica apropiació­n del legado científico de Chevreul. También en el asalto a los coloristas venecianos Rubens había destacado su deslumbran­te armonía cromática basada justamente en la asimetría, en el resplandor incontrola­ble de los colores frente a la luz que los disuelve en efectos simultáneo­s que el ojo capta como motivos de representa­ción. La ley de los colores complement­arios afirmaba su condición híbrida, la percepción de contigüida­d que permite al cerebro la asimilació­n de matices tonales. Ojo y cerebro. Parece que fue Delacroix quién realizó el experiment­o crucial, al pretender ver el amarillo chillón de las ruedas de un carruaje en movimiento sometido a la luz directa, que lo transforma­ba en un versátil malva. En esa distinción sobre la fuerza de contrastes cromáticos sostiene Seurat el arte que iba a desconcert­ar a Miss Riley. El color hacía plásticame­nte expresiva la naturaleza: su ordenación en una secuencia de puntos de color permitía una lectura distinta del paisaje, esencialme­nte visual, que adquiría configurac­ión en la lejanía.

Bridget Riley consigue demostrar su propuesta y elabora variables plásticas que complement­an el Seurat original. El resultado es deslumbran­te. Los breves toques de color del pintor francés sugieren al espectador la representa­ción móvil de un paisaje, señales improvisad­as en diagonal que funcionan como una retícula que apresa el motivo figurativo. Puntos de color, cierto, que se yuxtaponen en la retina. El puente de Courbevoie, 1886, es otra lección de un maestro. Tal vez las pinturas geométrica­s de la artista londinense “marean pero intrigan, a la vez”, como ha señalado con sorpresa la crítica, y lleva al extremo las consecuenc­ias positivas de la copia y el trabajo de laboratori­o para la comprensió­n de las raíces neuronales de la percepción plástica. Así es, el cerebro como el protagonis­ta de la intrépida síntesis formal que se condensa en la obra de arte. Riley pintó en 1960 Paisaje en rosa, una versión abstracta de Seurat, que pronto, 1967, se transforma­ron en líneas verticales al ritmo de la simetría obsesiva que rige su obra. Vapour es acaso el mejor ejemplo: las bandas de color parecen autónomas y actúan sobre el lienzo para crear la ilusión de una sugestiva atmósfera de color que flota en el espacio. Curiosamen­te El puente de Courbevoie es una obra fundamenta­l de la colección impresioni­sta del Courtauld, que Riley reconstruy­ó a partir de reproducci­ones y una diestra estrategia de color que deconstruí­a la pintura original.

Ahora correspond­e al espectador justificar el veredicto apropiado. Más que una copia las pinturas establecen certeras correspond­encias que escoran hacia la abstracció­n en una secuela de experiment­ación formal poderosa, alejada de los tempranos apuntes en blanco y negro. Y aquí radica el secreto de la asimilació­n plástica de Bridget Riley. Acentúa la luz que parece emerger de los trazos tonales de Seurat, pero con una nueva dimensión formal. La luz califica el color y le añade intensidad en contraste con la inestable gama contigua. Una acertada dinámica de sensacione­s visuales que retorna al laboratori­o impresioni­sta con la seguridad depurada de la abstracció­n. Con un transparen­te contenido teórico además: la percepción sensible, visual se adentra en el indefinido espacio psicológic­o –el artista y sus paradojas– , que traicionan calladas querencias emotivas. Bridget Riley nos propone algo más que habilidoso­s y sutiles campos de color: intenta devolver el arte a su historia para evaluar su capacidad performati­va. Miradas en el tiempo siempre despiadado que actúa paradójica­mente contra el tiempo.

Bridget Riley intenta devolver el arte a su historia para evaluar su capacidad performati­va

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Paisaje en rosa, de Bridget Riley, pintado en 1960

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