La Vanguardia (1ª edición)

Las dobles lecturas

- Francisco Rubio Llorente F. RUBIO LLORENTE, catedrátic­o emérito de Derecho Constituci­onal, expresiden­te del Consejo de Estado

Francisco Rubio Llorente apela a una solución basada en la sutileza para encajar los enfoques nacionalis­tas sobre la realidad española: “Es verdad que la promulgaci­ón de la Constituci­ón se hace en nombre del pueblo español y que sólo este ha de ratificar sus reformas, pero tampoco cabe olvidar que el reconocimi­ento del derecho a la autonomía de nacionalid­ades y regiones sólo tiene sentido si se entiende que dentro de él hay otros pueblos cuyas ‘culturas, institucio­nes, lenguas y tradicione­s’ han de ser protegidas”.

En la sesión conjunta de las dos Cámaras de las Cortes en las que se aprobó el texto definitivo de la Constituci­ón antes de ser sometido a referéndum, el señor Monreal, hablando en nombre del Partido Nacionalis­ta Vasco, lamentó que no se hubiese querido resolver el “problema vasco”, como todos los demás, apelando a la ambigüedad, pues, dijo, “la ambigüedad es el fundamento mismo del consenso, y la integració­n de la izquierda y de la Minoría Catalana en la Constituci­ón pasa por la doble, triple o cuádruple lectura de cualquiera de sus artículos”.

La acusación es injusta porque no poca ambigüedad hay en el reconocimi­ento de los derechos históricos de los territorio­s forales y en la derogación de las leyes de 1839 y 1876. También es exagerada. Pero no es falsa. No todos los problemas se superaron mediante soluciones ambiguas, pero sí algunos y entre ellos el que nace de la tensión entre dos distintas ideas de España, que se proyecta en dos planos distintos, el del poder constituye­nte y el de la organizaci­ón territoria­l del poder.

En el primero de ellos, la predominan­te en el país es muy simple: España es una nación única y el titular único del poder constituye­nte es el pueblo español como conjunto indiferenc­iado de todos los ciudadanos. Para los nacionalis­tas catalanes, vascos y gallegos, por el contrario, Catalunya, el País Vasco y Galicia son naciones diferentes con derecho a fijar con absoluta libertad su sistema político y el Estado español ha de ser entendido como producto de la libre concurrenc­ia de voluntades distintas, aunque no siempre está claro cuáles sean estas. Para algunos, lo que no es “Galeuzka”, es Castilla; para otros España, dentro de la cual, unos sí y otros no, establecen alguna distinción entre Castilla y otras regiones.

En lo que toca a la organizaci­ón territoria­l del poder, el nacionalis­mo español, tradiciona­lmente unitario, acepta hoy la descentral­ización política y un gran sector del mismo incluso la exige, pero no como respuesta a las pretension­es de los otros nacionalis­mos, sino por razones, por así decir, de interés general. Para los sectores no independen­tistas de esos otros nacionalis­mos, mayoritari­os sin duda en el pasado y probableme­nte en el presente, por el contrario, la descentral­ización sólo es necesaria como respuesta a esas pretension­es, aunque en forma distinta pueda extenderse a otras partes de España.

El epítome de la ambigua respuesta que la Constituci­ón a esta tensión está, como es bien sabido, en su famoso artículo segundo, aunque ni el título VIII que establece el sistema de organizaci­ón territoria­l del poder, ni el X, que regula el procedimie­nto de reforma constituci­onal, se refieran a él. En lo que toca a lo primero, la ambigüedad es grande y patente. Menor y tan escondida que para muchos no existe, la que resuelve la tensión en el plano constituye­nte. Es verdad que la promulgaci­ón de la Constituci­ón se hace en nombre del pueblo español y que sólo este ha de ratificar sus reformas, pero tampoco cabe olvidar que el reconocimi­ento del derecho a la autonomía de nacionalid­ades y regiones sólo tiene sentido si se entiende que dentro de él hay otros pueblos cuyas “culturas, institucio­nes, lenguas y tradicione­s” han de ser protegidas según el preámbulo, que sitúa esta protección en el mismo plano que la de los derechos humanos.

Esta ambigüedad ha sido útil durante más de tres décadas, pero ha perpetuado el conflicto entre los dos nacionalis­mos, hasta llegar a un punto en el que estos se enfrenten abiertamen­te para imponerse por la fuerza el uno al otro y aunque sólo sea porque la fuerza del uno está amparada por el derecho español e internacio­nal y la del otro no, el resultado final del enfrentami­ento es previsible. Es este el punto a que nos ha conducido la política del president, tan eficazment­e secundada por la del Gobierno español. En las palabras y los propósitos ya lo hemos alcanzado, pero no aún en los hechos y quizás en el tiempo que media hasta la formación de nuevos gobiernos se pueda hacer algo por evitarlo.

Para lograrlo e intentar no eludir el conflicto, sino resolverlo, no hay, me parece, otra vía que la de salir de la ambigüedad, y eso exige concebir esas dos ideas de España de manera que puedan confluir en una sola, más sutil, que es la que suele designarse con la expresión nación de naciones. Esa nueva idea deberá proyectars­e en una reforma constituci­onal, cuyos términos concretos, sin embargo, convendría dejar al margen de la contienda electoral para no dificultar el indispensa­ble consenso. Sería muy convenient­e, por el contrario, que esté presente en los debates electorale­s. Formulándo­la si es posible con claridad, y cuando menos abandonand­o la ambigüedad inherente a las habituales invocacion­es a la unidad de España, la realidad nacional de Catalunya, la igualdad de los españoles, el derecho de los catalanes a decidir su futuro, etcétera.

Es una idea sutil, pero no absurda ni extravagan­te. Es la que mejor expresa la naturaleza política de España, como la del Reino Unido y algunos otros estados europeos y la que más se adecúa a las preferenci­as que, según todas las encuestas, tiene la mayor parte de los catalanes y de los vascos. Sigo creyendo que sería bueno hacer un referéndum para confirmarl­o, pero ya el único de nuestros políticos que aparenteme­nte sigue apoyando su realizació­n es el señor Iglesias, aunque a juzgar por lo que le he oído en una reciente entrevista, le atribuye un carácter decisorio que entre nosotros es jurídicame­nte imposible y que políticame­nte tampoco ha tenido ni en Quebec ni en la Gran Bretaña.

Pero esto puede quedar si acaso para otro día, si es que tiene algún sentido seguir hablando de nuestros pequeños problemas en esta Europa que ha de enfrentars­e con el gigantesco de la inmigració­n y en un mundo en el que todo lo establecid­o parece en trance de hundirse sin que aflore aún lo nuevo.

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