La Vanguardia (1ª edición)

Barcelona honra la memoria de Can Valero y otros barrios de barracas

- D. MARCHENA Barcelona

Por favor, relea el reportaje que abre estas páginas. Otra vez. Conviene recordar que en el siglo XXI sigue habiendo personas como Luis o Rafael, que nació y vive en Montjuïc. Conviene recordarlo y más hoy, un día después de que Barcelona inaugurara una placa monumental en homenaje a Can Valero y al resto de los barrios de barracas que hicieron de esta montaña el mayor foco de infravivie­ndas de Catalunya. En 1957 había más de 30.000 personas hacinadas en 6.090 barracas. La placa, obra del escultor Pere Casanovas, está en el cruce del paseo Olímpic con la calle Doctor Font. Acudieron concejales del gobierno municipal y de la oposición, además de un edil de El Prat de Llobregat. Ada Colau, la alcaldesa, tuvo que reprimirse las lágrimas cuando le tocó hablar al final del acto. Entre las más de 300 personas reunidas para la ocasión había muchas que también tenían la mirada húmeda, después de escuchar las palabras de Francesc, Rafael, Maruja, Ana y Pilar, que vivieron aquí. “Fuimos felices, aunque no lo sabíamos”, dijo Rafael, la chabola de cuya familia estuvo a punto de ser aplastada por una avalancha de rocas. Más de 30.000 personas y sólo siete fuentes. “Cada madrugada mi madre, que hoy tiene 93 años, se levantaba y se iba por un camino que las lluvias convertían en un torrente para venir cargada con dos cubos para que nos pudiéramos asear”. Maruja vivió de los 9 a los 19 años en el número 1 de la calle de la Serpiente. No la busquen en el callejero. Ese es el problema. De aquellas casas, de aquella ciudad olvidada no quedaba nada. Ni un hito, ni un monumento, ni una piedra. Hasta ayer. Barcelona ha recuperado, gracias al impulso de asociacion­es cívicas y de historiado­res, la memoria de las barracas con actos como este. Aún quedan por colocar otras cuatro placas, entre ellas las de la Perona y el Turó de la Rovira. Es la única forma de no olvidar a titanes como el padre carmelita José Miguel Vidal Torres, que se plantaba delante de las brigadas de demolición –el único servicio municipal que había en la montaña– e impedía que derrumbara­n las barracas o que aplicaran a sus habitantes la ley de Vagos y Maleantes. O como Salud Montero Verdugo, de Marchena (Sevilla), que vino desde su pueblo con su madre, su hermana y cuatro hijas por las que se desvivió. Ayer, Pilar dijo que se lo debe todo a las mujeres de su casa, y en especial a ella, que la peinaba con una lámpara de carburo, como la de los mineros, mientras le decía lo mucho que la quería.

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