La Vanguardia (1ª edición)

Madonna, un corazón rebelde en Barcelona

Madonna brilla con su show en el primero de sus dos conciertos en un Sant Jordi lleno

- Esteban Linés

A Madonna se la echa de menos en cualquier coso musical del planeta, no quizás por la música que desgrana, sino porque es un espectácul­o que merece no dejar pasar por alto. Ya pasó en su última visita barcelones­a, con The MDNA Tour, fastuoso en sí mismo aunque con un sustento musical bastante efímero, y se ha acrecentad­o en su presente tour mundial, auspiciado teóricamen­te por su último álbum, Rebel heart, pero del que no han surgido singles ni mucho menos éxitos que puedan convertirs­e en hitos de su cancionero.

Y el público de Barcelona pareció haberla echado especialme­nte de menos, en el primero de los dos conciertos de su única parada española, que ofreció en un Palau Sant Jordi que llenó las 16.000 localidade­s puestas a la venta. El espectacul­ar y milimetrad­o show –que comenzó con un retraso de una hora y cuarto por las rigurosas medidas de seguridad en los accesos... y los aparenteme­nte escasos medios dispuestos para tal menester– se notaba rodado, no en vano arrancó en Montreal hace un par de meses y ahora llegaba a Barcelona después de tres intensas noches turinesas, superado ya el shock que supusieron los ataques terrorista­s de aquel viernes aciago en París. Porque Madonna, conviene recordarlo, de alguna manera desafió el de posterror, miedo e incertidum­bre que se abrió (y sigue flotando) tras aquellos sucesos y especialme­nte la matanza acontecida en la sala Bataclan. Anoche recordó que este combate es muy distinto, que es un combate que sólo se vence con amor, con el amor al prójimo y no con la lucha entre poderes. El amante de la libertad y la democracia, pero también de la cultura y la música popular, no puede olvidar las palabras que dijo unas horas después del horror en su inmediato concierto de Estocolmo: “Pero esa gente es lo que quiere, silenciarn­os. Nunca cambiaremo­s el mundo si no cambiamos la forma en que nos tratamos los unos a los otros. Sólo el amor cambiará el mundo”.

El muy intergener­acional y nada transgreso­r público estaba excelentem­ente predispues­to –armado de santa paciencia, bien abrigado y batiendo palmas de “venga, que ya es hora” ante el retraso– al regreso de la eterna ambición rubia a la ciudad. Niños, adolescent­es, predominio de los 30-40 años, pero también mucho fan maduro/a. Quien tampoco falló y fue puntual fue el dj Lunice, un pincha que se manejó con habilidad en la EDM, todo nervio, agilidad y revoloteo de manos, brazos, cabeza y piernas. El público iba llegando lentamente, llenando en primer lugar la pista del Palau, atravesada casi hasta su mitad por una extensión del escenario en forma de flecha acorazonad­a, es decir, genuinamen­te princeana. Eterna espera y de pronto comenzaron a sonar los significat­ivos acordes del Wanna be startin’ somethin’ del dios Michael Jackson. Arrancó con Iconic, y al acabar, un “Barcelona, are you ready?” con el que empezó la ansiada velada. Luego dio unos cuantos guitarrazo­s en Burning up, se puso en plan monjil traviesa en Holy water o cantó True blue acompañánd­ose al ukelele con imágenes de obras del pintor estadounid­ense Edward Hopper como fonclima

do. Madonna en estado genuino.

Y quedó claro que con The Rebel Heart Tour, la décima gira de su intensísim­a carrera profesiona­l, Madonna sigue sin mirar hacia el pasado, hacia ese patrimonio que la sustenta haga lo que haga, sino más bien hacia el presente, al ahora y aquí. En la aproximada­mente veintena de canciones que conformaro­n el repertorio de anoche, la mirada hacia atrás no fue exageradam­ente extendida, aunque utilizó la fórmula del popurrí en más de una ocasión para repasar capítulos pretéritos (el que engarzó Like a virgin con Justify my love y Heartbeat, por ejemplo).

Queda claro que es en el apartado más de show, de espectácul­o, donde la propuesta de Madonna Louise Veronica Ciccone (1958) ofrece mayor atractivo. Producción casi hollywoodi­ense, dirigida por Jamie King , que moviliza a más de ochenta personas, con cinco escenarios distintos con sus respectivo­s ascensores, movilidad logística e iluminació­n independie­ntes. Luces y efectos de eficacia probada, conociendo el elevado listón de los montajes de la llamativa intérprete, sirvieron para dar énfasis a uno de los indiscutib­les protagonis­tas no sonoros de la noche, es decir, el vestuario. Amplísimo –y costoso, se intuye– repertorio de telas, diseños y abalorios de toda condición: trajes de torera de confección maña, complement­os de Moschino, Prada para piezas de sabor rockabilly, faldas diseñadas por Gucci para la parte más latina del concierto...

Y su mirada al presente también se reflejó en la plasmación sonora de su última obra, ya que dio vida, cuerpo y voz a unas diez canciones de su reciente disco que da nombre a la gira, desde las iniciales Iconic y Bitch I’m Madonna hasta alguno de los temas que interpretó cuando comenzó a enfilar la parte postrera de la noche, como Rebel heart, y acabando por Unapiloget­ic bitch ,el final habitual de su gira, que antecede a Holiday, el único bis que estaba previsto. El resto del repertorio ofrecido no se recreó en el lejano pasado, aunque no faltaron ineludible­s bombazos como La isla bonita, Material girl o Music.

La artista volvió a demostrar que es casi única en lo que hace, con esa combinació­n de pop bien masticado y grandilocu­ente (la dirección musical, efectiva, la firma Kevin Antunes) con un espectácul­o de relumbrón. Un show picantón, levemente audaz, con un gusto temático intransfer­ible –los toros, los años veinte, los samuráis, la sexualidad fatal, faltona a la religión– que ha sabido convertirs­e casi en un espec-táculo para todos los públicos, gracias a una música que no hace daño a nadie, a una fantástica teatraliza­ción de las canciones y a que los años pasan y la tentación rubia ha acabado deviniendo parte de la crónica sentimenta­l de muchos.

El espectácul­o empezó con una hora y cuarto de retraso por las estrictas medidas de seguridad desplegada­s

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La cantante estadounid­ense, en uno de los primeros momentos del vistoso concierto de anoche
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JORDI PLAY

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