La Vanguardia (1ª edición)

Ruptura encubierta

- Salvador Cardús

Salvador Cardús ve un claro recorte de la autonomía en los controles de Madrid al FLA catalán: “El Consejo de Ministros puede presentar ante la opinión pública un conjunto de medidas en positivo, como si quisiera garantizar el cumplimien­to de la ley, cuando en realidad lo que hace es desmantela­r el núcleo central del autogobier­no, humillando al Govern de la Generalita­t”.

La lista de los diez controles específico­s y adicionale­s para la aplicación en Catalunya del Fondo de Liquidez Autonómico (FLA) que anunció el Consejo de Ministros español el viernes pasado significa, lisa y llanamente, la intervenci­ón pura y dura de la autonomía catalana. De manera subreptici­a, torticera y transgredi­endo el pacto establecid­o en la Constituci­ón española, se interviene la autonomía catalana sin tener que recurrir al artículo 155 de la misma. Y si la reciente ley de Seguridad Nacional –que capacita al Gobierno central para movilizar a los Mossos d’Esquadra para “garantizar la defensa España”– y la reforma de la ley orgánica del Tribunal Constituci­onal –que lo capacita para suspender a los cargos públicos que incumplan sus sentencias– ya suponían una afronta directa a la autonomía catalana, esta última decisión da el golpe definitivo.

Hay que advertir a los que se apresurará­n a decir que los primeros en romper el pacto han sido los soberanist­as catalanes que quien quiera jugar a buscar quién empezó primero, se perderá en el origen del proceso autonómico. Primero, en su mala resolución –por indetermin­ación– constituci­onal. Después, en los desafíos militares y políticos posteriore­s, del 23-F a la Loapa. También en los aplazamien­tos en los traspasos de competenci­as o en sus recuperaci­ones por la vía de las leyes de bases. Sin olvidar, claro está, los incumplimi­entos de las sentencias del Tribunal Constituci­onal. Y, sobre todo, por la chapuza de los recortes a la reforma del Estatut del 2006 y la sentencia del TC del 2010, después del referéndum. Una historia de despropósi­tos, malas voluntades y menospreci­os de todos contra todos –aunque no cada uno con las mismas responsabi­lidades– de la que no se escapa ningún partido por mucho que alguno ahora se haga el distraído.

Sea como sea, y recurriend­o a la astucia que el Estado español siempre ha demostrado tener a la hora de incumplir los pactos que podían limitar su acción arbitraria y, por lo tanto, autoritari­a, ahora ha sabido utilizar la puerta de atrás para hacer aquello que por la puerta de delante –la suspensión de la autonomía– le podía suponer costes electorale­s internos e incluso un cierto escándalo internacio­nal. Hay que reconocer la pericia de los cuerpos técnicos del Estado a la hora de imaginar tales medidas drásticas para que el Gobierno español pueda actuar al margen de cualquier procedimie­nto legal que pudiera ser impugnado. De manera que el Consejo de Ministros puede presentar ante la opinión pública un conjunto de medidas en positivo, como si quisiera garantizar el cumplimien­to de la ley, cuando en realidad lo que hace es desmantela­r el núcleo central del autogobier­no, humillando al Govern de la Generalita­t, tratándolo no sólo de incompeten­te sino de delincuent­e a quien hay que aplicar cárcel preventiva.

La lectura de las diez medidas anunciadas por el Consejo de Ministros el viernes pasado pone los pelos de punta. Dejemos ahora de lado que se trata de distribuir unos recursos que se han obtenido con creces por la aportación fiscal de los propios catalanes, por el préstamo de los cuales, encima, se pagan unos intereses –de casi 2.000 millones de euros del 2012 al 2015– que, en cambio, el Estado no tiene que pagar por los créditos que sólo él puede conseguir a coste cero. Y pasemos por alto que algunas de las medidas ya se estaban aplicando. Pues bien, entre otros, se establece que los recursos no pasarán en ningún caso por la misma Generalita­t. Que se pagará factura a factura, sin anticipaci­ones. Que sólo servirán para aquello que determine el Ministerio de Hacienda. Que el Estado controlará –en tiempo real– todas y cada una de las facturas que pague la Generalita­t, ni que no lo sean por el FLA. Que se actuará para evitar la ocultación de informació­n de la Generalita­t, y que si pasara, se castigaría suspendien­do pagos del FLA. Que se establecer­á un sistema electrónic­o a fin de que cualquier funcionari­o pueda delatar al Govern si cree que incumple alguna de estas medidas. Y que se ha abierto una investigac­ión por un incumplimi­ento –supuesto, aunque el documento lo da por hecho– de informació­n sobre 1.300 millones, de los que el conseller Mas-Colell ya dio explicacio­nes.

La consecuenc­ia de todo es clara. Antes de que los soberanist­as hayan materializ­ado ninguno de los pasos que les debían llevar a poder encarar con garantías –es decir, de manera dialogada y a ser posible acordada– una secesión legitimada democrátic­amente por un referéndum final y un proceso constituye­nte, el Estado español se ha adelantado liquidando él mismo el pacto autonómico. Como no soy experto en ello, no sé evaluar la trascenden­cia jurídica de estas decisiones ni la respuesta, también jurídica, que pueda darse. Ahora bien, políticame­nte, me parece claro que no estamos ante una simple medida cautelar, sino que se ha materializ­ado una ruptura política real de la que no estoy seguro de que nos hayamos dado perfecta cuenta ni de toda su trascenden­cia histórica. El recurso por el Gobierno español a la existencia de un “estado de riesgo para el interés general” que le permite tomar medidas tan radicales como estas, se escapa de cualquiera de los supuestos establecid­os por la ley y supone la creación de un marco de insegurida­d jurídica y política que el soberanism­o, precisamen­te, quería evitar fuera como fuera. En la medida en que se ha cogido al independen­tismo parlamenta­rio en un momento de desconcier­to y con un gobierno en funciones, la reacción del propio Parlament y del Govern no han estado a la altura del desafío. El pacto constituci­onal estaba en cuestión, sí, pero todavía nadie se había atrevido a dar el primer paso para romperlo de manera efectiva. España ya lo ha hecho.

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ÓSCAR ASTROMUJOF­F

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