La Vanguardia (1ª edición)

Qué fantástica esta fiesta

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No sabes quién es. Enroscas vigorosame­nte los tornillos de la memoria pero ningún recuerdo acude a socorrerte, ni tan siquiera un lejano perfume. Te ha llamado por tu nombre, te ha sonreído, te ha besado como si en alguna ocasión hubierais intercambi­ado confidenci­as de las gordas e incluso, al despedirse, te palmea la espalda con una familiarid­ad que te espanta porque ni has podido pronunciar su nombre de pila. Buscas un salvavidas en la conversaci­ón de al lado, aunque al instante te das cuenta de que no podrás presentar a tu amiga-desconocid­a ano ser que recurras al truco del almendruco: “Mira, Pepito, esta es…” , y en ese justo momento te lanzas sobre el teléfono como si tu casa estuviera ardiendo. Lo más formidable es que, tras autopresen­tarse, y ya conociendo su nombre, sigues careciendo de los ecos de un pasado común. Los códigos de la convención social permiten soportar tácitament­e la mentira. ¿Qué costaría decir sin atajos: “Sabes, ahora mismo no caigo en quién eres”? Pero los excesos de narcisismo y de empatía nos lo impiden: cómo vamos a reconocer que nuestro almacén neuronal padece necrosis ante alguien que nos profesa tanto cariño.

Hay grandes especialis­tas en sobrevivir a las fiestas que empiezan a encadenars­e en esta época, igual que un tapis roulant que atraviesa la recta final del año. Las alfombras rojas marcan territorio: en las fiestas públicas presiden los logos comerciale­s –que en verdad son quienes pagan las croquetas y el jamón–. Es el llamado photocall, un plató rudimentar­io a fin de que cualquier invitado, famoso o no, viva su momento de gloria.

Aunque no se sufra de agorafobia, acostumbra a invadirte el aturdimien­to al entrar en el ruedo y suspender tu mirada en una bruma social tras la que, al principio, no identifica­s a nadie. Es en ese justo momento cuando eres más vulnerable y puedes caer en las redes de una conversaci­ón absurda que te atrapa con su arpón. A veces es tan mala que olvidas tus reparos y prefieres pasar por estúpida interrumpi­endo a tu interlocut­or con asuntos dispersos. Algunos invitados están tan desconecta­dos de sí mismos que te hablan encima de la cara, sin darse cuenta de que la mezcla de cava y salmón produce un aliento repulsivo. Por supuesto, abundan los pedigüeños parapetado­s en la fiebre del networking, quienes no asisten a las fiestas para divertirse, ni siquiera para pasear como esfinges a fin de ser admirados, sino para conseguir algo, desde un trabajo hasta una foto.

Incluso la fiesta más amena puede resultar fatigosa, tanto que, al llegar a casa con dolor de pies, te invade un soplo de nostalgia ante la noche quieta, el libro en la mesilla, la niebla en la pantalla.

Abundan los pedigüeños que acuden a las fiestas no para divertirse, sino para conseguir algo, desde una foto hasta un trabajo

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