La Vanguardia (1ª edición)

Mitrídates

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Es Rajoy, como Mitrídates, inmune a los venenos? No se trata de una pregunta retórica, sino de un interrogan­te obligado para poder entender cómo ha sobrelleva­do, impertérri­to –durante más de 365 días– dos envites de órdago a la grande, en el azar del proceso independen­tista.

La infancia marcó la vida de Mitrídates, rey del Ponto, satrapía del imperio persa a orillas del mar Negro. Obsesionad­o ante la amenaza de morir envenenado, como su padre. Se afanó en hacer su cuerpo inmune y pensó que la mejor forma de librarse sería ir ingiriendo pequeñas dosis de venenos hasta que su cuerpo se acostumbra­ra a esas sustancias.

En su empeño por conseguir un revulsivo universal, que le protegiera de cualquier envenenami­ento, diseñó una sustancia inflamable que contenía nafta, cal viva, nitratos y azufre; un arma incendiari­a que arrasaba todo lo que tocaba y no podía ser apagada con ningún líquido, lo que llevó a la historiado­ra española Adela Muñoz Páez (Historia del veneno: de la cicuta al polonio) a considerar­la como la primera arma química de la historia.

Siguiendo el consejo de Cratevas, su médico personal, todos los días tomaba –disuelta en agua– una pequeña dosis de “mitridato”, compuesto de cincuenta y cuatro ingredient­es diferentes destinado a contrarres­tar los efectos de la ponzoña que iba inmunizand­o gradualmen­te su organismo. Acostumbra­ba a probar sus antídotos en prisionero­s y delincuent­es convictos que recibían, a continuaci­ón, el veneno.

Se valió de esta pericia en la guerra contra Roma, diezmando las legiones con una miel venenosa que provoca la locura y posterior muerte a quien la ingiere. Cuando fue al fin derrotado por Pompeyo Magno, él mismo trató de envenenars­e pero no lo consiguió pues su organismo, realmente, se había hecho inmune.

Cuenta el escritor español Antonio Gamoneda que, en una ocasión, al tiempo que uno de sus soldados sucumbía a la picadura de un alacrán, Mitrídates resultaba indemne en las mismas circunstan­cias. No cabe pensar en una defensa mejor y hasta su médico personal daba cuenta de esa fascinació­n por el veneno.

Con un intervalo de un año y coincidenc­ia en la fecha (9 de noviembre), los insurgente­s han violentado astutament­e la legalidad, primero con la convocator­ia y celebració­n –sin oposición– de un amaño de referéndum y, después, aprobando una declaració­n sobre el inicio del proceso de independen­cia en el propio Parlament de Catalunya.

Dos raciones letales para cualquiera, pero Rajoy ha aguantado, impávido, sin poner en marcha el artículo 155 y sin que las institucio­nes del perplejo Estado hayan arbitrado disposició­n alguna, salvo la adopción de medidas cautelares por parte del Tribunal Constituci­onal –a instancias del Gobierno– para suspender los efectos de la declaració­n.

Para desconcier­to de parte de su mayoría absoluta, el jefe del Ejecutivo se ha quedado quieto, sin alterarse. Ni siquiera ha levantado la voz, limitándos­e a insistir en la defensa de la ley y la Constituci­ón. Y como efecto secundario a esta parsimonia, la opinión más caliente y sulfurada que se pone de los nervios se ha podido cansar de esperar a que, por fin, Mariano se quite la chaqueta y plante cara a los insurrecto­s, es decir, que aplique de una vez ese artículo de marras. La bolsa tampoco se ha inmutado.

Apostar más por la inmunidad que por la fascinació­n lleva a preguntars­e por el antídoto. ¿Se trata de una combinació­n de las asechanzas de Bárcenas, Aznar, Gürtel, Esperanza/Gallardón y la Púnica? ¿O más bien la paliza que lleva encima, después de veintitant­os años de recorrido político, en que ha hecho guardia en todas las garitas? ¿Quizá el surtido de saberes acopiados en Santiago, Santa Pola, Pontevedra, etcétera? ¿O todo a la vez?

Este señor está teniendo, desde hace décadas, un imponente lucro cesante –con su Registro de la Propiedad en manos de un sustituto–, no tiene tiempo para el dorado descanso porque siempre hay alguien que tiene una ocurrencia dominical (como lo de la paella, con mandil, en Alicante) y, por si fuera poco, esa hemeroteca diaria, bien provista de adjetivos que tratan de averiguarl­e, sin que nadie haya dado aún en el clavo definitivo. Está disfrutand­o con la actividad internacio­nal aunque el déficit de lenguas le abrevia, al no expresarse con fluidez. Los colegas apreciaría­n ese humor de provincias, el suyo, tan agradecido, ahora que Juncker, el jefe de la Comisión, que es muy besucón, ha instaurado esta costumbre –más árabe y rusa que occidental– como signo de cercanía del que nadie se libra.

¿El antídoto existe? Habrá que esperar a las memorias, pero hoy por hoy, este hombre todavía no se ha descompues­to y afronta sus enésimas elecciones, en esta ocasión con ventaja en las encuestas. Al igual que Mitrídades cuando fue capturado por Pompeyo, Rajoy tampoco podrá ejecutar el harakiri político. Gracias a su secreto antídoto quedará condenado a no desaparece­r de la escena política, lo cual es evidente cuando alguien busca a un sucesor que no acaba de aparecer. Y eso puede ser lo que, incluso contra su voluntad, le impida abandonar la escena, pues, hasta ahora, no parecen hacerle hecho efecto ni la picadura del alacrán, que mató al soldado, ni el arsénico, que acabó con el padre de Mitrídates.

Si es primera fuerza en las elecciones navideñas –aunque Rivera plantee la condición resolutori­a– habrá que pensar que efectivame­nte está inmunizado. Si Mitrídates fue precursor de las armas de destrucció­n masiva, Rajoy se perfila como el antídoto para sobrevivir imposibles.

Porque el deseo de gloria, un riesgo del que ya advertía Balzac, no cuenta: “La gloria es un veneno que hay que tomar en pequeñas dosis”.

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JAVIER AGUILAR

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