La Vanguardia (1ª edición)

Canción de hielo y fuego

- SALVADOR LLOPART

Nadie quiere la noche

Director: Isabel Coixet Intérprete­s: Juliette Binoche, Rinko Kikuchi, Gabriel Byrne Producción: España, 2015. 118 minutos. Drama.

El frío; la gran virtud y el mayor problema de Nadie quiere la noche es el frío. Ese frío que Coixet siempre busca combatir con el fuego de los sentimient­os.

La directora de A los que aman nunca ha tenido miedo de dejarse arrastrar por el fango de las emociones; aunque, en esta ocasión, los sentimient­os a flor de piel de sus protagonis­tas –la siempre inmensa Juliette Binoche, y la japonesa Rinko Kikuchi– se arrastran más bien por la nieve que cubre el Ártico.

Nadie quiere la noche arranca con la absurda y desagradab­le caza de un oso por parte de una no menos absurda cazadora, la elegante y audaz explorador­a Josephine Peary en manos de Binoche, chic en medio de la sangre derramada. Peary se basa en un personaje real, la esposa de Robert Peary, uno de esos hombres no menos absurdos de principios de siglo que competían por ser el primero en pisar el Polo Norte. El hombre (al que nunca vemos) lleva tiempo fuera y Josephine, como buena esposa, quiere recuperar. O quiere, quizá también, que la fama de él no la eclipse a ella, que algo de eso hay.

Con el aliento épico de un viaje enloquecid­o arranca, pues, esta historia que acabará por instalarse en la intimidad de un claustrofó­bico iglú en medio de esa noche larga y fría que nadie quiere, de la que habla el enfático título del filme.

Ahí transcurre el mano a mano entre Binoche y Kikuchi. Coixet estrecha el paisaje entre ambas; el foco se reduce y el campo se limita. Así se acaba la épica y nos instalamos en la lírica de dos mujeres frente a frente: el meollo del asunto.

Una, nativa de Park Avenue (Nueva York), sofisticad­a y tenaz; la otra, nativa inuit (esquimal) apegada a su mundo natural, prosaica y adaptable al paisaje como esos 24 tonos del blanco, o más, que dicen que tiene la nieve. Una civilizada; la otra, la (buena) salvaje.

Peary es como si fuera el reverso de Robinson Crusoe. El héroe de Daniel Defoe se apodera de la naturaleza y la doblega. Perry/Binoche, por el contrario, debe liberarse del peso de la civilizaci­ón y entregarse a la naturaleza para, de paso, entender un poco mejor su propia vida.

Lo que en Robinson es afán civilizado­r, en Nadie quiere la noche es desprendim­iento de una cultura que amordaza a la mujer y la ata. Estamos, pues, ante un momento íntimo entre dos formas de ser que debería elevar la temperatur­a emocional. Pero a pesar de la gran labor de Binoche que es un volcán cuando quiere –y a uno le parece que quiere siempre–, del encontrona­zo de esos dos mundos tan diferentes, de ese canto a la naturaleza y a liberación que es Nadie quiere la noche, no acaban de saltar chipas suficiente­s para que prenda el incendio emocional. Si acaso, momentos aislados de calor. Acaba así por imponerse el frío en uno, y hay que conformars­e con rescoldos de emoción.

 ?? NADIE QUIERE LA NOCHE ?? Juliette Binoche, a la izquierda, y Rinko Kikuchi en Nadie quiere la noche, de Isabel Coixet
NADIE QUIERE LA NOCHE Juliette Binoche, a la izquierda, y Rinko Kikuchi en Nadie quiere la noche, de Isabel Coixet

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