La Vanguardia (1ª edición)

El lado oscuro de la fuerza

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Draghi avisa. Y parece que próximamen­te ampliará su compra mensual de deuda (60.000 millones de euros), o tomará nuevas medidas de estímulo. Sus efectos sobre los tipos de interés, en niveles excepciona­lmente reducidos, son evidentes. Y ello, para una economía como la nuestra, con abultada deuda (pública y privada, interna y externa), es una bendición. Pero, esa compra de bonos públicos ¿no tiene ningún coste? Sí lo tiene. Y varios son sus riesgos.

Dejando de lado sus efectos sobre la inflación, la expansión monetaria tiene potenciale­s efectos perversos, de los que tres merecen atención. El primero, su impacto sobre el gasto de administra­ciones, empresas y hogares: unas condicione­s monetarias laxas, adormecen la vigilancia sobre los efectos en el medio y largo plazo de cualquier decisión. Y, por estos pagos, habrá más de una sorpresa cuando los tipos de interés regresen a valores más normalizad­os. En especial, en el sector público.

El segundo, su negativo efecto sobre la desigualda­d. Al impulsar al alza los precios de bonos, acciones y propiedad inmobiliar­ia, amplia la riqueza de aquellos que poseen el grueso de esos activos y, con ello, acentúa un reparto desigual de por sí.

Finalmente, los excesos de liquidez acaban traduciénd­ose en aumentos de deuda, como bien conocemos en España. Y, como no podía ser de otra forma, ello es

La expansión monetaria también tiene un efecto negativo sobre la desigualda­d

lo que ha tenido lugar con los países emergentes. La caída de tipos de interés estimula el llamado carry trade: endeudarse en dólares (o euros, libras o yenes) y canalizar esos recursos hacia países con mayores rendimient­os, es decir, los emergentes. En el pasado, estas entradas de capital han estimulado su crecimient­o, expandido la capacidad productiva global y aumentado la demanda de primeras materias. Unos efectos que explican, en gran medida, la bonanza de la economía mundial vivida hasta hace poco.

Pero la expansión del endeudamie­nto en esos países ha generado dos efectos no deseados. Por una parte, cuando la Fed debate acerca de la subida de tipos, el dólar se encarama y aquellos que se han endeudado en esta divisa empiezan a sufrir. Por otra, la expansión económica apalancada en esa liquidez ha generado excesos de capacidad productiva. Y, con ella, han aparecido las caídas de precios, el menor aumento del PIB, la contracció­n de la demanda de primeras materias y de sus cotizacion­es y, finalmente, el espectro de la deflación.

Ésta es, junto con la amenaza de un crecimient­o global anémico, la que asusta, y la que explica el inusual activismo de Draghi y del BCE. Quizás hoy no quede otra solución que, como decía Marx (Groucho, por supuesto), pedir más madera, es decir, inyectar más liquidez. Pero, como muestra la experienci­a del dólar y de los países emergentes, la actuación de la Fed no ha sido gratis. Nada lo es en la vida y, en economía, menos todavía. La fuerza, la de la expansión monetaria, también tiene su lado oscuro.

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