La Vanguardia (1ª edición)

Propuestas contra el terror

- E. TUFET, abogado y consultor empresaria­l

Con las imágenes de los atentados de París aún grabadas en la retina, es el momento de hacer frente al terrorismo yihadista ejerciendo un liderazgo moral sin complejos, coherente y valiente. Para empezar, me niego a aceptar que cualquier tendencia yihadista reciba la categoría de religión o credo.

Nos vanagloria­mos de tener libertad religiosa y de culto, pero deberíamos definir qué es una religión y un culto, siempre basándonos en lo único que es común, irrenuncia­ble y de obligado cumplimien­to: la carta de derechos humanos de la ONU. Podríamos hablar de derecho natural o de ética, pero hay que concretar más en un texto normativo y ya lo tenemos desde hace muchas décadas.

La Carta Internacio­nal de Derechos Humanos comprende la Declaració­n Universal de Derechos Humanos, el Pacto Internacio­nal de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, el Pacto Internacio­nal de Derechos Civiles y Políticos y sus dos protocolos facultativ­os. La Declaració­n Universal de Derechos Humanos, definida como “el ideal común por el que todos los pueblos y naciones deben esforzarse”, fue adoptada el 10 de diciembre de 1948 por la Asamblea General. Sus treinta artículos enumeran los derechos civiles, culturales, económicos, políticos y sociales básicos con los que deberían contar todos los seres humanos. Los dos pactos entraron en vigor en 1976, muchas de las disposicio­nes de la Declaració­n Universal adquiriero­n carácter vinculante para los estados que los ratificaro­n.

Para que una religión goce de protección y privilegio­s, debe ser ante todo compatible con los derechos humanos. Cualquier movimiento de base religiosa que ponga en riesgo el bien común, debe ser erradicado de nuestras sociedades y perseguido, sin titubeos, como tampoco se permiten ciertas ideologías por la misma causa, véase el nazismo.

Intereses espurios a lo largo de la historia han sido camuflados en grandes causas religiosas para entablar una contienda. El amor a Dios en ninguna forma puede conducir a actos de violencia contra su creación. La expresión guerra de religión es un oxímoron en sí mismo y una contradicc­ión manifiesta. La conscienci­a religiosa, el hecho de trascender, es profundame­nte humanista y de ahí no pueden derivarse manifestac­iones egoístas o interesada­s y mucho menos violentas.

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