El hombre común y la democracia demótica
Este fin de semana votarán los venezolanos, los franceses y los armenios. Pronto lo harán los españoles y el largo ciclo presidencial estadounidense arrancará en febrero. La maquinaria democrática, en constante movimiento, transforma al hombre común en un hombre electoral, obligado a participar en las instituciones que lo sustentan, obligado a creer las promesas de políticos y aspirantes, aunque sepa que no son verdad o que serán imposibles de cumplir.
En el mejor de los casos, el ciudadano demótico confía en su líder y sus buenas intenciones, aunque ya no tenga la fuerza suficiente para hacerlas realidad. Medio millón de puestos de trabajo al año, seguridad en todos los barrios, menos impuestos, más zonas verdes y ayudas a los dependientes.
En el peor de los casos, el elector moderno tiene miedo y siente odio: a los inmigrantes, las minorías y los lisiados, a los pobres y fracasados, los que no se integran, los que no cesan de pedir nuevas oportunidades.
Hay campañas que se montan así. Lo vemos en Venezuela, Estados Unidos, Francia y media Europa.
El frenesí del presidente Nicolás Maduro, por ejemplo, su denuncia permanente de enemigos imperialistas, locales y extranjeros, traidores a la patria, parásitos, vagos y conspiradores.
También en el programa del Frente Nacional, que mañana puede llevarse la primera vuelta en las elecciones regionales francesas con una batería de ideas xenófobas y nacionalistas, envueltas en La marsellesa, fortalecidas por el terrorismo, justificadas en la tradición católica, contrarias a la mundialización y enemigas de la sociedad universal.
La democracia demótica, popular y populista, se reduce en gran medida a esta propaganda, un péndulo que oscila entre la seducción y el amedrentamiento. El profesor Jacques Barzun diría que es una señal inequívoca de la decadencia occi- dental. El escritor George Orwell, en la neolengua de 1984, hablaría de la hegemonía del doblepensar, la habilidad para defender dos ideas contradictorias sobre el mismo tema o hacernos creer, por ejemplo, que hemos de ser guapos para ser felices.
Sometido todo el tiempo a ideas preconcebidas, condensadas en tuits de 140 caracteres y vídeos de medio minuto, el demócrata no tiene tiempo de pensar, sólo de sentir. Las redes sociales magnifican la anécdota, el detalle que desvela el carácter del candidato, real o inventado, pero que es capaz de pasar del plasma al futbolín y del consejo de ministros a la pista de baile.
Perdida la capacidad de reflexión, ya sea por falta de interés o exceso de fe, el ciudadano ya no marca el rumbo del interés general. Lo que la gente quiere ya no lo decide el Parlamento, sino las encuestas, las consultas populares, los grupos de presión, los comités de expertos y las fuerzas del orden.
El presidente de Venezuela amenaza con pasar a otra fase de la revolución bolivariana si su partido pierde el control del Parlamento.
El presidente de Armenia, cristiano y prorruso, difícilmente perderá porque tiene bajo control el referéndum de mañana, el que convocó para reforzar su poder. Para ganar le bastará con los votos del medio millón de armenios que al parecer viven en Rusia. Los llaman “almas muertas”. Son difíciles de ver.
El sistema democrático asimila al ciudadano pero no acaba de fiarse de él. La ideología tiene recorrido, las estrategias electorales también, pero los que juegan sobre seguro, y son casi todos, manipulan las reglas del juego para que el voto no tenga el valor que se le supone.
La democracia nunca ha sido igualitaria. Los partidos y los candidatos necesitan dinero, normalmente mucho más del que tienen. Lo piden o lo roban, lo invierten en sondeos y anuncios de televisión. Saben por dónde pisan y es muy raro que no gane quien más gasta.
Tampoco los electores son todos iguales. Hay sistemas de ponderación que en países como España favorecen el voto rural y conservador. Hay registros de votantes que, en las zonas más deprimidas de Estados Unidos, las más inclinadas al progresismo, son muy difíciles de cumplir. Hay mapas electorales, circunscripciones, que se modifican para agrupar a los electores del partido mayoritario y dispersar el voto enemigo. Sucede en Estados Unidos y también en Venezuela, un ejemplo más de lo difícil que es hablar de buenos y malos, de lo fácil que es distorsionar la voluntad del elector.
Maduro amenaza con no acatar la derrota que anticipan las encuestas, pero nadie puede olvidar tampoco el golpe de Estado del Tribunal Supremo de EE.UU., el 14 de diciembre del 2000, cuando negó a Florida el derecho a recontar los votos de una elección presidencial injusta y caótica. Aquel día, como dejó escrito el magistrado Stevens, se rompió la confianza del ciudadano en el juez como guardián imparcial de la ley.
Lo bueno del sistema es que, pesar de lo explicado, de vez en cuando gana el yes we can del relevo generacional, el cambio a costa del antiguo régimen, las ganas de reinventar el gobierno, de abrir ventanas, salvar la nación y amarrar el futuro. Lo malo es que estos lemas, de tanto usarlos, han perdido significado. Los hemos oído en todos los continentes, en todo tipo de elecciones, en boca de candidatos de muchos colores. Es el doblepensar de Orwell y la decadencia de Barzun porque luego pasa lo que pasa, fracasa la voluntad y se estrellan las promesas .
Queremos pero no podemos o, para los que prefieran un final más optimista, que bueno es que aún queramos querer.
Lo que la gente quiere ya no lo decide el Parlamento, sino las encuestas y los comités de expertos