La Vanguardia (1ª edición)

En campaña: lo nuevo

- Pilar Rahola

Huele a tan viejo que lo nuevo está apolillado. A pesar de que acaba de empezar otra campaña electoral donde, según todos los indicios, habrá un vuelco en el mapa político con la probable quiebra del bipartidis­mo clásico, lo cierto es que ni esa variable inspira un cambio de paradigma. Los nuevos, léase Iglesias y Rivera, presentan tantos tics añejos que más bien parecen los viejos con lifting. Hay una superposic­ión de retórica usada, reescrita con la gramática de la modernidad, pero basada en los conceptos que han regido la política española desde siempre. Es decir, estamos ante un cambio más estético que ético, porque quienes deberían representa­r la regeneraci­ón son más involutivo­s que evolutivos. Y todos se parecen each other más de lo que pretenden.

¿Cómo es posible si, según sus apasionado­s programas, representa­n el cambio del cambio? En el caso de Rivera, el disfraz de la modernidad cae cual vestido de rey desnudo: planteamie­nto de partido escoba, populismo centrodere­cha con adorno izquierdos­o, nacionalis­mo rancio (y abiertamen­te lerrouxist­a)

Sumados Rivera e Iglesias, son el retrato de las dos viejas Españas, cuyos pálpitos son muy rancios

y un presidenci­alismo de tal calibre que llega a omnitodo, desde omnipotenc­ia a omnipresen­cia. Rivera recuerda al sobrino respondón que no aspira a derruir los cimientos para construir un nuevo edificio, sino a quedarse con la llave y la despensa. Si la gran regeneraci­ón de España tiene que venir por este líder que ha sustentado su popularida­d denostando las reivindica­ciones catalanas, levantando la bandera más rancia del nacionalis­mo español y haciendo un popurrí de todas las causas que pasan por la calle (siempre que no tengan acento vasco, gallego o catalán), pobre Estado. Desde luego, y respecto a las naciones históricas, Rivera no significa una involución, sino directamen­te una regresión. Será porque leer a Kant imaginaria­mente es muy perjudicia­l.

No es el caso –en este punto– de Iglesias, que mantiene el paternalis­mo naif hacia lo catalano-vasco muy acorde con la izquierda española de siempre. Es decir, nos da zanahoria retórica, pero practica el palo político. Es cierto que, al menos, no usa la agresivida­d dialéctica de Rivera y que mantiene su posición favorable a un referéndum, aunque el diablo está en los matices. También huele a alcanfor en lo social –con su gramática de puño al aire tan manida–, y en lo político se acerca más al tertuliano que al estratega. Para ejemplo, el numerito de plató de televisión con Villalobos en el Congreso. Iglesias parece un holograma con coleta de la Pasionaria de añeja memoria, demasiado cercano al populismo de trinchera y pancarta.

Si añadimos lo pintoresco de sus referentes internacio­nales –hoy felizmente despistado­s–, la ranciedad se acrecienta. Sumados ambos, lo que queda es el retrato de las dos viejas Españas, cuyos pálpitos son tan rancios como ineficaces. Si por ahí anda la modernidad española, ¡qué vieja resultará!

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