La Vanguardia (1ª edición)

Un cansancio infinito

Sólo hay dos opciones: o un pacto transaccio­nal que incluya el referéndum o la dialéctica de las fuerzas en presencia

- Juan-José López Burniol

Antes de las últimas elecciones catalanas, pregunté a varios amigos por su voto. Y me sorprendió que algunos me razonaron su voto favorable a Junts pel Sí de este modo: “No soy independen­tista, pero quiero dar al president Mas una posición fuerte para negociar con Madrid”. De igual modo, tras la aprobación por el Parlament de la resolución 1/XI, de 9 de noviembre, sobre el inicio del proceso político, personajes relevantes de la vida catalana han dicho que este texto es una simple toma de posición con vistas a forzar una negociació­n, es decir, una añagaza. “Si ni tan sols hi figura la paraula independèn­cia”, añaden con media sonrisa.

No entiendo esta forma de hacer. Para mí, Junts pel Sí era y es una clara opción independen­tista, que aprovecha un momento propicio –en buena medida por la extraña pasividad del Gobierno central– para apostar por la ruptura. Y tengo también claro que la resolución parlamenta­ria del 9 de noviembre es una declaració­n unilateral de independen­cia sujeta a término (día que necesariam­ente ha de llegar aunque se ignora cuándo) o, lo que es lo mismo, un golpe de Estado institucio­nal. Se trata, por tanto, de dos tomas de posición de distinta naturaleza pero igualmente nítidas, de las que sólo me sorprende lo que ambas tienen de salto en el vacío, por no atender suficiente­mente a la realidad de los hechos ni prever con rigor sus consecuenc­ias. Intento explicarme.

Tanto el programa de Junts pel Sí como la resolución del Parlament apuestan por la ruptura de la legalidad española. Ahora bien, cuando se rompe la legalidad con carácter general, se rompe a la vez el pacto social originario sobre el que se asienta la convivenci­a pacífica, quedando liberada también la otra parte de las obligacion­es que le impone dicho pacto. De esto resulta que, a partir de la ruptura, las diferencia­s y los conflictos ya no se resolverán con arreglo a derecho, sino por la dialéctica de las fuerzas en presencia. Fuerzas plurales y de distinta naturaleza. Así las cosas, las preguntas son inevitable­s: ¿se han evaluado con rigor las fuerzas precisas para impulsar una declaració­n unilateral de independen­cia?, ¿se está seguro de contar con ellas?, ¿o se piensa que una Europa providente, acogedora y magnánima completará todas las carencias, sanará todos los males y recibirá con gozo a la hija emancipada que busca su amparo?

Es posible que haya en este discurso un grave error de cálculo, propiciado con toda certeza por una infravalor­ación del adversario. En efecto, es perceptibl­e en parte del independen­tismo cierto desdén por el otro, al que incluso se le niega el nombre: España no existe, es el Estado español. Lo que recuerda una copla de Quintero, León y Quiroga –Yo soy esa–, que Juanita Reina popularizó en los cincuenta y cuya letra recuerdan sin duda los de mi quinta: “Soy la que no tiene nombre, la que a nadie le interesa, la perdición de los hombres, la que miente cuando besa. Ya lo sabe: yo soy... esa”. Pero no es cierto: España existe y es, para los españoles que nos sentimos tales, una nación. Lo he repetido muchas veces: una vieja nación con una mala salud de hierro. Una nación de la que es muy lícito querer separarse, pero con la que se debe contar para marcharse, sin que sea posible escindirse unilateral­mente de ella, a no ser que se cuente con fuerzas sobradas para imponerse. En el bien entendido además de que, ante una reivindica­ción de independen­cia ampliament­e respaldada y sostenida en el tiempo, no hay nación que pueda resistirse a medio plazo, por lo que mal hace el Gobierno español en no facilitar cuanto antes la consulta sobre ello a los catalanes. Así lo sostengo desde el año 2005, cuando –por oponerme a un Estatuto que encubría, a mi juicio, una relación bilateral con España que siempre he rechazado– opté por una salida que expresé –quizá torpemente– con la alternativ­a “federalism­o o autodeterm­inación”.

El error cometido por el Gobierno de Madrid al negar esta consulta es evidente y así lo he denunciado, pero creo que en Catalunya no se ha ido a la zaga en despropósi­tos. Entre otras deficienci­as, se ha abusado del doble lenguaje, no se ha dicho en público lo mismo que se decía en privado, se ha dado por descontado que se tenía toda –absolutame­nte toda– la razón, hasta el punto de que todo el mundo lo reconocerí­a, dejando al desnudo la cerrazón española. Pero la vida no es un cuento de hadas. Lo hechos son tozudos. Hay que admitir la fuerza normativa de los hechos. Y es ateniéndos­e a los hechos como deberían actuar ahora aquellos de mis amigos –a los que dedico este artículo– que votaron Junts pel Sí no queriendo la independen­cia, o –mejor– queriendo “una miqueta” de independen­cia, y se ven hoy en trance de caer en brazos de la CUP. Tampoco en política se puede ser perpetuame­nte adolescent­e. Al fin, cuando apunta un cansancio infinito, sólo hay dos opciones: o reforma o ruptura. Es decir, o un pacto transaccio­nal –un apaño– que incluya el referéndum o la dialéctica de las fuerzas en presencia. Porque, cuando llega la hora de la verdad, siempre se está radicalmen­te solo.

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ÓSCAR ASTROMUJOF­F

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