La Vanguardia (1ª edición)

Nuestro lugar en el mundo

- Ignacio Orovio

Más allá, e incluso antes, del actual pollo Catalunya-España, y por supuesto antes de que Barcelona fuese una marca, los naturales de esta ciudad disponíamo­s de un valor refugio: ser de Barcelona, y proclamarl­o. Barcelona era un lugar en el mundo, y además estaba en el mapa. Gozaba de una condición que fue inventada a la orilla del Mediterrán­eo, pero en el otro extremo: era casi una ciudad Estado. Con su carácter de urbe combativa, su pujanza económica, sus estratos de historia, sus revolucion­es, sus éxitos deportivos, su personalid­ad cultural, su lengua propia. Uno de los factores –uno entre varios– que aliñaba esa ‘mica d’orgull’ de ser barcelonés procedía de las institucio­nes culturales de que nos habíamos dotado. En años o siglos; destilado, desde luego, del sotobosque de una ciudad muy viva y con capacidad de iniciativa: Liceu, Macba, Sónar, Primavera Sound, Teatre Lliure...

Ahora, el Ayuntamien­to dirigido por Ada Colau proclama su intención de no querer proyectars­e al mundo, en una postura que aspira a ser el negativo de su intención cultural: vamos a cuidar más del sotobosque, dicen. Es legítimo: ganaron las elecciones. Pero también es ciego. La proyección al mundo no se opone al riego del sotobosque.

La directora del Icub, Berta Sureda, decía anteayer en un debate que la ópera no interesa a la gente: la ocupación media del Liceu roza el 90%. No contribuye­n a esta cifra, desde luego, ni la alcaldesa ni el vicepresid­ente del patronato del Liceu, el concejal Jaume Asens, que no han pisado aún el Gran Teatre desde que accedieron al cargo. Se desconoce si lo habían hecho antes y si previament­e sentían esa ‘mica d’orgull’.

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