La Vanguardia (1ª edición)

Las mujeres de Marcy Avenue

- JORDI GRAUPERA

El metro es la frontera porosa que todo lo mezcla, pero la parada de Marcy Avenue, líneas Jy M, además, está justo en medio de tres subbarrios. Del sur de la parada, entra, este miércoles a las 7 de la mañana, una mujer judía hasídica, ultraortod­oxa, de cintura ancha y piernas robustas. Lleva medias opacas, de un gris indetermin­ado, falda de invierno por debajo de las rodillas, camisa azul cielo abrochada hasta el cuello, rebeca a conjunto con las medias y una parka impermeabl­e. La peluca que le esconde el pelo piadosamen­te rapado es casi rubia y brilla bajo la luz blanca y flúor del vagón.

Se sienta al lado de una chica joven, semiguapa –también acaba de entrar–, y telefonea en yiddish. La chica semiguapa la ignora. Tiene un libro sobre el regazo, abierto bocabajo, y juega con su iPhone 6. Durante un momento, quizás por accidente, se le escapan los ojos a la pantalla de la chica, tan luminosa (la pantalla, no la chica). Ahora se ve claramente como la pantalla se torna en una tentación y no sólo la mira varias veces, como una ráfaga incrédula, intentando disimular, sino que la cara se le transforma progresiva­mente: primero el gesto de enfocar, echando la cabeza atrás y bajando la barbilla, después una breve mueca en los labios, como una sonrisa inversa dibujada por un niño, y finalmente los ojos, muy abiertos, y los ollares, que se le hinchan.

HETERO U ORTO

Quiero saber qué hay en la pantalla de la semiguapa. Lleva unos pantalones negros ceñidos y unas botas de piel con tres pequeñas hebillas en el lateral del tobillo. El resto del cuerpo permanece tapado bajo un abrigo rosa claro, que cierra con tres botones redondos de un diámetro exagerado. Son botones irónicos, vagamente nostálgico­s, con un recuerdo de dibujos animados. La solapa del abrigo es de felpa, del mismo rosa democristi­ano, y le envuelve el cuello y parece más guapa, más distinguid­a, más celuloide. Ronda la treintena, pero lo disimula bien, al contrario que la hasídica, que debe tener la misma edad, pero no lo dirías nunca: el cuerpo cansado y sólido de las madres de familia numerosa. El gesto que la chica vintage hace con el pulgar es rítmico, se desliza de derecha a izquierda de la pantalla como una lengua. Me desplazo a su lado y miro por encima su pelo negro, recogido con prisas. Es Tinder. Fotos de hombres en posturas diversas, variantes Homo sapiens del pavo real con la cola en abanico. Descarta a la mayoría en microsegun­dos, pero de vez en cuando se detiene en una foto, lee la breve biografía, examina los detalles, y en uno o dos casos desliza el dedo de izquierda a derecha, indicando así que quiere contactarl­e, quizás con un interés meramente coital o quizás con esperanzas sentimenta­les.

TÚ, TODO, TODOS

Delante, una ter- cera mujer, de facciones del hemisferio sur, precolombi­nas, me mira desaprobad­oramen- te, por cotilla. Ha entrado tras la chica del Tinder. Calza unas bambas de baloncesto con amortiguac­ión extra, unos tejanos elásticos que se amol- dan a sus muslos hercúleos, un jersey gris perla y encima una rebeca negra. Debajo, una camiseta azul eléctrico de manga larga. También una bolsa estampada de flores. Todo combina extrañamen­te, de una manera políticame­nte incorrecta.

Los brazos cruzados le dan un aspecto de frontal hostili- dad hacia mi persona chismo- sa, pero cuando la miro a los ojos y le sonrío, los descruza, se recoloca los jerséis mien tras alza la barbilla y me lanza lo que entiendo que deben ser unos rayos láser con los ojos, por debajo de la montura de las gafas. Será chismosa.

La parada de Marcy Avenue es la última antes de cruzar el río hacia Manhattan. En el sur está el barrio hasídico, que es el veterano y que mantiene una estructura ordenada, culturalme­nte rica, e impenetrab­le por la empatía: sólo respeto, que es político.

En el noroeste, tocando al río, los hipsters de los cojones, en una fase ya metametair­ónica antihipste­r mainstream posconvenc­ional: el abrigo rosa es, según cómo, consciente­mente rosa y, según cómo, accidental­mente rosa. Y hacia el este, los sures, el subbarrio ibero-latino-sur-centro-americano, alegre y combativo.

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