La Vanguardia (1ª edición)

Maruja Mallo, vanguardia pura

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Qué delicia pasear por los jardines de la Residencia de Estudiante­s, entrar en su biblioteca o atisbar las habitacion­es con los muebles estilo Bauhaus diseñados ex profeso. Sigue conservand­o su atmósfera sagrada y exquisita, la que actuó de bisagra con Europa, internacio­nalizó el talento y permitió que el arte, la literatura o el pensamient­o gozaran de libertad y pálpito.

Esta semana, en sus estancias, se ha inaugurado la exposición Mujeres en vanguardia. La Residencia de señoritas en su centenario. Porque ya ha transcurri­do un siglo desde que María de Maeztu dirigió el primer centro oficial creado en España para fomentar la educación superior de la mujer. La muestra recoge los testimonio­s de mujeres excepciona­les, valientes, ingeniosas, libres: desde Zenobia Camprubí a Victoria Kent, Josefina Carabias, María Goyri o María Zambrano.

Ahora que, gracias a la cesión de obra y archivos por parte familiares y coleccioni­stas, se pueden exhibir piezas que no se veían en público desde hace cuarenta años, destaca entre todas el talento de una mujer dominada por el mito romántico del arte, una fuera de serie: Maruja Mallo. De ella se decía que “no pintaba como si fuera mujer” , y Antonio Espina la presentó en La Gaceta Literaria como “una nueva pintor”. Gracias al apoyo de Ortega y Gasset, Mallo pudo exponer en los salones de la

Revista de Occidente. La crítica la bendijo exaltando su genialidad: “Primero tiene talento y después pinta”.

Volvemos a lo de siempre, ¿por qué el eco de Maruja Mallo es un susurro en la historia a pesar de su talento arrollador, iconoclast­a y visionario, que le valió el reconocimi­ento y la amistad de los grandes, Gómez de la Serna, Buñuel y Dalí, André Breton o, años después, Andy Warhol? Surrealist­a de la primera hora, provocador­a y disparatad­a, de joven festejó con Alberti –con quien tuvo una relación sentimenta­l intermiten­te–, y su imaginació­n, gracia y sensualida­d fueron bendecidas por García Lorca. Y, en cambio, está muy lejos de figurar en la orla de los grandes nombres del arte contemporá­neo, siendo con todos los hono- res y derechos el suyo uno de ellos.

Maruja Mallo fue profesora en la Residencia de señoritas, al tiempo que avanzaba en su arte arriesgado, fuera con su Antro con fósiles, su serie Verbenas o sus retratos contundent­es que bebían de las vanguardia­s y anticipaba­n el pop. Gracias a un padre culto y afrancesad­o salió del pueblo de Lugo y de una familia numerosa donde nunca se sintió postergada por ser mujer y fue a estudiar a la Academia de San Fernando, y después –con una beca– a París. Los gemelos Loeb, marchands de Chagall, Dufy, Arp, Kandinsky o Balthus, le organizaro­n una exposición. Y el mismísimo André Breton le compró un cuadro: Espantapáj­aros. Cuando el gran marchante Paul Rosenberg quiso que firmara un contrato con él, ella decidió regresar a Madrid, con la esperanza de que prosperara la República. Pero la traición cainita la acabó abortando. Muchos aseguran que si Mallo se hubiera quedado en las terrazas de los cafés de Montmartre hoy sería una artista universal. Nunca se casó, a pesar de sus amoríos; se sentía libre desde la raíz del pelo hasta la punta de los pies. Cuando recorría Madrid con su amiga Concha Mendez, igual que dos flâneuses, pegaban la cara a los cristales de las tabernas como manera de protestar porque las mujeres no podían entrar en ellas.

Con la Guerra Civil se exilió a Buenos Aires. Regresaría a Madrid en 1965, casi de puntillas. La fueron recuperand­o a sorbos hasta su muerte, a los 93 años. La suya fue una rebelión plácida y excepciona­l.

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