Libia, máscaras y tráfico humano
En otro lugar, la escena sería bucólica: el atardecer en una playa con el agua azul intenso. Pero esta playa, ahora desierta, conserva el rastro de la desesperación humana por sobrevivir.
En otro lugar, estos hombres enmascarados de negro dentro de pick ups también de color negro darían miedo. Pero son todo lo contrario. Algo así como un milagro en la costa más peligrosa del Mediterráneo: Libia. No se definen como milicia ni tienen agenda religiosa o política. Se llaman Black Mask, máscara negra. Se crearon en enero del 2013 como Escuadrón de Intervención Especial para combatir cualquier actividad criminal, en especial los traficantes de personas. Y lo hacen a sólo 15 kilómetros de la costa controlada por el Estado Islámico.
El esqueleto de una barca de madera domina la playa como un fantasma, con cajas de leche y botellas de agua vacías, algún zapato y piezas de ropa que sus propietarios dejaron en su huida, en la que pocos días antes era uno de los principales puntos de salida para la ruta de migrantes que llega a Europa, la mayoría procedentes del África subsahariana. El punto de partida de los que no tienen el suficiente dinero para hacerlo por vías más seguras como Grecia, teniendo que probar suerte a vida o muerte, en pequeñas barcas de goma, hacinados y de pie porque no hay espacio suficiente, sin poder moverse porque los suelos estan forrados de estacas metálicas para dar consistencia al entramado neumático, y que otros, los que se lo pueden permitir, haciéndolo en barcas de madera en las que el dinero marca una vez más la frontera entre morir ahogado con las exhalaciones de los vapores de la sala de máquinas, encerrado con rejas y un candado a modo de sello, para que no puedas escapar, o una muerte mas violenta unida a gritos de dolor y rabia, porque la gran mayoría de ellos no saben nadar.
Durante horas navegan en un infinito negro tratando de perseguir una lejana luz en forma de llama de las plataformas petrolíferas, ayudados por una gran brújula en una caja de madera, pero con apenas conocimientos náuticos y sabiéndose con nulas posibilidades de éxito.
Los más afortunados serán rescatados por alguno de los insuficientes y necesarios barcos que patrullan la zona, los otros morirán ahogados, y su muerte quizá ni engrosará la estadística (2.621 muertos registrados por Médicos Sin Fronteras, que tiene en el Mediterráneo un operativo de tres barcos de rescate) porque nunca nadie más sabrá de ellos, mientras sus familias seguirán esperando esa llamada que nunca llegará.
Como afirmó hace unos meses Mohamed Guerani, ministro de Asuntos Exteriores libio, “los emigrantes sin papeles molestan al mundo en general”.
A cien kilómetros al oeste de Trípoli, la ciudad de Zuara es territorio de los amazigh, bereberes pertenecientes a un conjunto de etnias autóctonas del norte de África, con una población que se extiende desde la costa atlántica de Marruecos hasta la orilla oeste del Nilo en Egipto.
Zuara es un enclave estratégico con puerto y aeropuerto, todavía bajo control de los amazigh, perseguidos en su día por el régi-
men de Moamar Gadafi y hoy abandonados a su suerte. En este enclave viven 60.000 personas aisladas del resto de Libia, un estado fallido con dos gobiernos –uno en Trípoli y el otro en Tobruq, reconocido internacionalmente pero a mil kilómetros al este de la capital– y con el resto del país sumido en el caos. Con el Estado Islámico mordisqueando una parte del territorio desde que tomara la ciudad de Sirte, justo en el punto central de la costa libia.
Desde la caída del coronel Gadafi, hace cuatro años, los habitantes de Zuara han estado mirando hacia el otro lado mientras los contrabandistas locales se enriquecían con personas que huyen de la guerra y la pobreza del África negra. Niños, mujeres, ancianos, jóvenes, no importa, cada uno de ellos representa un beneficio de 600 dólares vivan o mueran. Este año, más de 600.000 personas ya han hecho este viaje (eso significa que un mínimo de 360 millones de dólares de beneficio para las mafias que controlan ese negocio), más del doble que en el 2014.
“Cuando llegué a Trípoli una milicia me arrestó y me entregó un teléfono celular para llamar a mi familia. Tuve que decirle a mi tía que me matarían si no pagaban 500 dólares –explica Halil, un nigeriano de 26 años–. Aquellos que no pueden permitirse el lujo de pagar son asesinados, ya sea en el lugar o vendidos como esclavos”.
Zuara formaba parte de esta triste ruta. Sus habitantes miraban sin decir nada hasta que empezaron a manifestarse contra el tráfico de personas, contra el sufrimiento. Y el detonante llegó el pasado 27 de agosto, cuando murieron ahogados 200 de los 400 migrantes que iban en una gran patera. Y el Grupo de Intervención Especial Black Mask tomó el papel que desempeña actualmente (aunque se crearon antes): perseguir y encerrar a los traficantes de seres humanos.
Formado por exfuncionarios (en su mayoría policías ) y voluntarios (con todo tipo de trabajos como maestros, ingenieros...), rinden cuentas al gobierno de Trípoli, del que dependen económicamente y jerárquicamente. Son unas 180 personas en total, nos confirma en una entrevista uno de sus tres jefes vestido de calle, arropado con tres teléfonos que no paran de sonar y con el delegado de comunicación también a cara descubierta.
Normalmente utilizan pasamontañas para proteger su identidad. El objetivo está conseguido: las playas están desiertas. Pero lamentablemente lo único que van a conseguir es que esos puntos de salida se muevan quizás hacia el este, hacia la vecina ciudad de Sabratha, y que ese tráfico lo gestione gente del Estado Islámico como un negocio más de los muchos que tienen.
Ayman al Kafaz, uno de los tres comandantes del grupo, califica de “totalmente inútiles” las medidas que ha adoptado Europa para detener el éxodo de migrantes. “Si Bruselas quiere realmente detener el flujo de personas –afirma– debe facultar a las autoridades locales en la orilla sur del Mediterráneo, así como a organizaciones como la nuestra. Esta es la última puerta de entrada antes de Europa y, si recibimos el apoyo necesario, somos capaces de controlarla”.
Jiash es funcionario y presidente del comité de emergencia de Zuara, una organización creada en abril del 2014 gestionada por 35 voluntarios, incluyendo médicos, bomberos y miembros de la Media Luna Roja local. “En este país no funciona ningún gobierno, y nos dimos cuenta de que teníamos que hacer algo para hacer frente al caos en nuestro territorio”.
“En el caso de los migrantes, buscamos los cadáveres y ayudamos en los intentos de rescate coordinados con la administración local, la sociedad civil y los hombres enmascarados”, afirma Jiash, insistiendo en que está “muy satisfecho” con el grado de colaboración entre todas las partes.
“Nos organizamos para detener a los contrabandistas –se lamenta Jiash–. Pero no tardan en volver a sus negocios. Porque la corrupción es moneda corriente en Libia, ¿sabe?”.
“Aquí nuestra vida sigue siendo miserable, pero en pocos lugares de Libia nos atreveríamos a hablar contigo en medio de la calle”, afirma Amin, gambiano de 26 años.
Amin pone sobre la mesa la otra cara de la moneda: como en Zuara han desmantelado el tráfico de personas, ahora no sabe cómo seguir su camino hacia Europa. “¿Desde dónde salen ahora?”, pregunta refiriéndose a las redes del éxodo. “¿Sabes dónde podemos ir?”
Un grupo de enmascarados
que depende del gobierno no reconocido de Trípoli ha logrado detener el tráfico de migrantes en Zuara, en la costa libia, pero estos buscan ahora desde dónde partir
UN COMANDANTE DEL GRUPO “Bruselas debe facultar a organizaciones como la nuestra si quiere de verdad frenar el flujo”
EL NEGOCIO DE LAS MAFIAS Cada persona supone 600 dólares de ganancia y más de 600.000 han hecho el viaje este año
EL POSIBLE EFECTO NEGATIVO Los puntos de salida se desplazarán y el tráfico puede acabar en manos del Estado Islámico