La Vanguardia (1ª edición)

La salvación se llama ‘Canarias’

Una fragata española colabora en la operación contra las mafias que operan desde Libia y dejan los migrantes a su suerte en alta mar

- CARMEN DEL RIEGO Catania (Sicilia) Enviada especial

Apenas pasan doce horas con ellos, las que tardan en llevarles desde las costas de Libia a puerto, pero jamás les olvidarán. De sus miradas, sus ojos y las sonrisas que les dedican cuando les dejan a salvo en tierra, en Europa. No conocen sus nombres, casi ni sus tragedias. No saben si son refugiados o migrantes, como ellos les llaman a todos, ni se lo preguntan; no les interesa. Sólo saben que si no hubiera sido por ellos, ahora estarían muertos. Por eso, al margen de cuotas, repartos y estatuto legal que aplicarles, a los 201 tripulante­s de la fragata española Canarias, lo que de verdad les importa es que cumplan sus sueños en esta tierra prometida que ahora ellos tienen que preservar en alta mar. Que después de pasar lo que ya creían lo peor, no encuentren muros que tratan de levantar ante ellos, de nuevo.

El nombre de la operación en la que está inmersa España, que en principio tiene como objetivo la lucha contra las mafias que trafican con personas, para llevarlas desde África a Europa, cruzando desde Libia a Italia, más en concreto a Sicilia, ha acabado siendo una misión humanitari­a, donde el principal componente es salvar a los migrantes de acabar en el fondo del Mediterrán­eo, como ha ocurrido con otros muchos, 3.500 en el año 2014.

La fragata Canarias lleva destacada en Catania, en Sicilia, desde el 9 de octubre, y ha puesto a salvo a 630 migrantes, 517 de una tacada. Dos imágenes se han quedado clavadas en la retina de los militares que les ayudaron: las caras de pánico que tenían todos cuando les rescataron y los aplausos y sonrisas que les dedicaron doce horas después, cuando desembarca­ron a 517 “personas”, subraya la tripulació­n, en el puerto de Lampedusa.

Llevan casi dos meses en aguas del Mediterrán­eo, tiempo suficiente para aprenderlo todo de las mafias de personas, porque las historias se repiten. Siempre la misma tragedia, los mismos criminales jugando con la vida de las personas, y el mismo final, el abandono a su suerte en medio del Mediterrán­eo. Con una lección ya aprendida hasta entre los pobres migrantes: hay diferencia­s entre pobres y ricos.

Los que menos dinero tienen son embarcados en lanchas de goma en Sabratha (Libia) y cuando llegan a aguas internacio­nales, es decir, en cuanto atraviesan las 12 millas libias, en las que no pueden entrar los barcos de la coalición internacio­nal, les abandonan en el mar y vuelven a sus refugios, a lugares seguros. Los que huyen de las guerras o escapan del hambre sólo pueden esperar.

Los explotador­es de estos refugiados pobres les han cobrado entre 1.000 y 2.000 euros por embarcar en una ratonera y les han abandonand­o asegurándo­les que los barcos de la coalición internacio­nal vendrán a su rescate. Les engañan, además, diciéndole­s que la travesía no durará más de dos horas. Hasta que oyen el sonido del rotor de un helicópter­o, que puede ser la primera señal de que tienen una oportunida­d de sobrevivir, normalment­e pasan diez horas. Y aún quedarán otras dos horas hasta que la fragata llegue al punto del avistamien­to.

Los migrantes más ricos son embarcados en naves de madera, pero también tiene dos clases, como en los trasatlánt­icos. La cubierta de ese viejo cascarón ha sido dividida en dos partes, arriba y abajo, para poder llevar a más gente y sacar mayor partido a la desgracia. A los que van abajo les cuesta el viaje 3.000 euros. Van hacinados, con los pies hundidos en una mezcla de agua y petróleo, que cada vez les sube más por las piernas según pasan las horas de travesía, y respirando los vapores de los motores. Si tienen la suerte de ser rescatados, como les ocurrió el 4 de noviembre a los 517 que viajaban así, lo primero que tendrán que hacerles en la fragata es curarles las heridas provocadas por ese liquido pringoso y ayudarles a respirar con bombonas de oxígeno.

Los ricos, que pagan 4.000 euros, tienen derecho a ir en cubierta respirando el aire marino. Van también hacinados –son más de 500 en una barca de 25 metros de eslora–, pero sólo padecerán hipotermia por el inmenso frío que han pasado.

En la fragata, les espera un médico, dos enfermeros y personal auxiliar, pero sobre todo el calor de los 201 tripulante­s marcados para siempre por la mala experienci­a, como le ocurre al médico, el teniente coronel Adolfo Carabot, que no para de sorprender­se del aguante de los que por unas horas serán sus pacientes. Pero pensándolo bien no le extraña. Hasta la cubierta de la fragata llegan los más fuertes, que por lo que ha podido saber, acaban allí un éxodo de como mínimo dos años. Vienen de Eritrea, Somalia, Senegal. Muchos otros se han quedado en el desierto, muertos de hambre y sed.

Ya en Libia, los traficante­s les concentran en Sabratha y si no tienen con que pagar el embarque, les obligan a trabajar para ellos hasta que cobran la deuda. Son los esclavos del siglo XXI. Carabot tuvo que operar a un eritreo de una rotura de fémur. ¿Qué le había pasado? Cuando vio la lancha neumática de los traficante­s para los que había trabajado un año, se negó a subir y le obligaron a hacerlo a golpes.

Ese último rescate fue el más trágico hasta ahora. Se acercaron en dos lanchas neumáticas de la fragata por cada uno de los lados de la barca de goma. Así evitan el riesgo de que los migrantes se abalancen hacia un lado, la embarcació­n vuelque y mueran todos. Lo primero es lanzarles chalecos salvavidas; no entran en el precio del pasaje.

El 14 de noviembre había un muerto, fallecido durante esas fatídicas doce horas. Estaba enfermo de tuberculos­is, había sido maltratado y no pudo soportar aquellas horas, aquel frío y humedad. Enseguida se puso en marcha el protocolo, que llevó al teniente coronel médico a la lancha, en vez de subir el cadáver a bordo. El protocolo es el mismo que el que se aplicaba en los casos de ébola. Lo único que pudieron hacer fue envolver el cadáver y sellarlo, para evitar contagios.

A los demás, a los que están en peores condicione­s, les llevan a una enfermería improvisad­a en el hangar. Sienten el miedo en sus miradas. ¿Serán esos europeos con los que sueñan, o libios, de los que ahora huyen porque les han esclavizad­o? Se dan cuenta pronto por el trato. A los militares españoles les sobra calor y cariño.

Enseguida los niños empiezan a jugar por cubierta, y nadie les pega, sino que juegan con ellos. Las madres se dan cuenta de que lo han conseguido, que han llegado a Europa. A los hombres, que son el 85% de los rescatados, les costará más. Saben que el éxodo no ha acabado. Doce horas después, cuando llegan a puerto, son capaces de agradecer lo que unos europeos desconocid­os, militares, han hecho por ellos, y la tripulació­n de la fragata vuelve al trabajo. Saben que ya hay otros en alta mar esperándol­es.

Miran a los militares con miedo, sin saber si son libios, como los que les han esclavizad­o

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ANTONIO PARRINELLO / REUTERS Uno de los emigrantes rescatado en el Mediterrán­eo espera para ser desembarca­do en Sicilia
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