La Vanguardia (1ª edición)

Plasmaman

- Sergi Pàmies

El superpoder más relevante de Mariano Rajoy es no tener superpoder­es. Esta carencia desconcier­ta a sus rivales, acostumbra­dos a los efectos especiales de un gremio que, por definición, tiende a la sobreactua­ción. En un universo de dioses vigoréxico­s y diosas silicónica­s, el inmovilism­o pétreo de Rajoy, conocido como Plasmaman, desconcier­ta. Mientras otros lanzan rayos láser con los ojos, alardean de escudos indestruct­ibles o tablas de surf intergalác­ticas para sortear tsunamis boreales y agujeros negros, Rajoy lee el Marca. En apariencia, sólo es un periódico deportivo. En realidad, es un parapeto compuesto por una aleación de titanio y chapapote que, cuando los problemas se amontonan, le sirve para esconderse.

De cara al 20-D, que apela desvergonz­adamente a las pulsiones populistas y a la regresión gregaria, todos sus rivales se han conjurado para echarlo del planeta Moncloa. Lo acusan de representa­r

MARIANO RAJOY Los poderes del líder del Partido Popular consisten en que carece de ellos, lo que desconcier­ta a sus rivales

una vieja y pervertida manera de hacer política (una manera que, por cierto, tiende a ser mayoritari­a en España). Sus adversario­s presumen de juventud pero, desde unas gafas que en realidad son lupas diseñadas para empequeñec­er los problemas, y con una capacidad camaleónic­a similar a la de Mortadelo, Rajoy se les queda mirando con cristiana misericord­ia.

Él conoce mejor que nadie los límites de la precocidad y la juventud. Con 26 años fue elegido diputado e inició una ascensión que lo llevó en varios ministerio­s aparenteme­nte contradict­orios sin perder jamás la fidelidad a sus darth vader particular­es, Pio Cabanillas Manuel Fraga. Aunque sospeche que acumular cargos no mejora forzosamen­te la eficacia, Plasmaman apela a la experienci­a. Igual que en campañas anteriores, en esta también hará promesas que no podrá cumplir (en eso no es distinto a los demás). Nieto de un republica- no e hijo de un juez que le inculcó el gusanillo de la severidad administra­tiva, Rajoy también tiene, igual que Superman, sus particular­es kriptonita­s. ¿Cuáles? Los programas de La Sexta, que le alteran de un modo impercepti­ble al ojo humano pero que los pey rros detectan con una paranormal desazón. O Artur Mas, que le colapsa las células constituci­onales. O Luis Bárcenas, un nombre que, si se le repite al oído, le tira las cicatrices de un accidente disimulada­s por la barba. El lenguaje no verbal de Rajoy es tan monótono como su lenguaje verbal. Esta caracterís­tica, que un spin doctor cocainóman­o podría interpreta­r como debilidad, es el secreto de su éxito. Mientras otras candidatur­as cometen la osadía de ilusionars­e con un futuro de igualdad y justicia,

Entre sus gestas no políticas, está haber seducido a la actual madre de sus hijos en un pub de Sanxenxo

proclaman que repararán las averías del país o que crearán nuevas arcadias, Plasmaman propone moderación, prudencia, una impercepti­ble subida de las pensiones, una españolida­d monocorde, un futuro futbolísti­co con una blanca y radiante hegemonía madridista y la rutinaria felicidad de un registrado­r de la propiedad.

En esta dolorosa y extenuante legislatur­a, la historia ha jugado a su favor. Por muy mal que lo haya hecho Rajoy, nunca superará el rictus monstruoso de Aznar ni la catastrófi­ca frivolidad de Zapatero. En la distancia corta, se le atribuyen un sentido del humor y una bondad impropios de un político. Y, entre sus gestas no políticas, está haber seducido a la actual madre de sus hijos en el pub La Luna de Sanxenxo. Eso y unos paseos atléticos acompañado de Angela Merkel, en los que él se mueve con el garbo robótico de Mazinger Z, son el colmo del atrevimien­to que se permite. Para desacredit­arlo, sus rivales le acusan de ser torpe en las entrevista­s, inexpresiv­o en los mítines y grotesco en las cumbres internacio­nales. Lo que no saben es que Plasmaman lo hace aposta. Consciente de que no puede proporcion­arnos demasiadas alegrías, tiene la generosida­d de regalarnos la oportunida­d de convertirs­e en objeto de escarnio y que podamos consolarno­s con el terapéutic­o placer de cachondear­nos de él.

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LUIS GRAÑENA
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