Plasmaman
El superpoder más relevante de Mariano Rajoy es no tener superpoderes. Esta carencia desconcierta a sus rivales, acostumbrados a los efectos especiales de un gremio que, por definición, tiende a la sobreactuación. En un universo de dioses vigoréxicos y diosas silicónicas, el inmovilismo pétreo de Rajoy, conocido como Plasmaman, desconcierta. Mientras otros lanzan rayos láser con los ojos, alardean de escudos indestructibles o tablas de surf intergalácticas para sortear tsunamis boreales y agujeros negros, Rajoy lee el Marca. En apariencia, sólo es un periódico deportivo. En realidad, es un parapeto compuesto por una aleación de titanio y chapapote que, cuando los problemas se amontonan, le sirve para esconderse.
De cara al 20-D, que apela desvergonzadamente a las pulsiones populistas y a la regresión gregaria, todos sus rivales se han conjurado para echarlo del planeta Moncloa. Lo acusan de representar
MARIANO RAJOY Los poderes del líder del Partido Popular consisten en que carece de ellos, lo que desconcierta a sus rivales
una vieja y pervertida manera de hacer política (una manera que, por cierto, tiende a ser mayoritaria en España). Sus adversarios presumen de juventud pero, desde unas gafas que en realidad son lupas diseñadas para empequeñecer los problemas, y con una capacidad camaleónica similar a la de Mortadelo, Rajoy se les queda mirando con cristiana misericordia.
Él conoce mejor que nadie los límites de la precocidad y la juventud. Con 26 años fue elegido diputado e inició una ascensión que lo llevó en varios ministerios aparentemente contradictorios sin perder jamás la fidelidad a sus darth vader particulares, Pio Cabanillas Manuel Fraga. Aunque sospeche que acumular cargos no mejora forzosamente la eficacia, Plasmaman apela a la experiencia. Igual que en campañas anteriores, en esta también hará promesas que no podrá cumplir (en eso no es distinto a los demás). Nieto de un republica- no e hijo de un juez que le inculcó el gusanillo de la severidad administrativa, Rajoy también tiene, igual que Superman, sus particulares kriptonitas. ¿Cuáles? Los programas de La Sexta, que le alteran de un modo imperceptible al ojo humano pero que los pey rros detectan con una paranormal desazón. O Artur Mas, que le colapsa las células constitucionales. O Luis Bárcenas, un nombre que, si se le repite al oído, le tira las cicatrices de un accidente disimuladas por la barba. El lenguaje no verbal de Rajoy es tan monótono como su lenguaje verbal. Esta característica, que un spin doctor cocainómano podría interpretar como debilidad, es el secreto de su éxito. Mientras otras candidaturas cometen la osadía de ilusionarse con un futuro de igualdad y justicia,
Entre sus gestas no políticas, está haber seducido a la actual madre de sus hijos en un pub de Sanxenxo
proclaman que repararán las averías del país o que crearán nuevas arcadias, Plasmaman propone moderación, prudencia, una imperceptible subida de las pensiones, una españolidad monocorde, un futuro futbolístico con una blanca y radiante hegemonía madridista y la rutinaria felicidad de un registrador de la propiedad.
En esta dolorosa y extenuante legislatura, la historia ha jugado a su favor. Por muy mal que lo haya hecho Rajoy, nunca superará el rictus monstruoso de Aznar ni la catastrófica frivolidad de Zapatero. En la distancia corta, se le atribuyen un sentido del humor y una bondad impropios de un político. Y, entre sus gestas no políticas, está haber seducido a la actual madre de sus hijos en el pub La Luna de Sanxenxo. Eso y unos paseos atléticos acompañado de Angela Merkel, en los que él se mueve con el garbo robótico de Mazinger Z, son el colmo del atrevimiento que se permite. Para desacreditarlo, sus rivales le acusan de ser torpe en las entrevistas, inexpresivo en los mítines y grotesco en las cumbres internacionales. Lo que no saben es que Plasmaman lo hace aposta. Consciente de que no puede proporcionarnos demasiadas alegrías, tiene la generosidad de regalarnos la oportunidad de convertirse en objeto de escarnio y que podamos consolarnos con el terapéutico placer de cachondearnos de él.