La efímera resolución del 9-N
La grosera inconstitucionalidad de la resolución independentista del pasado 9-N –unida a su tosquedad política– ha facilitado la sentencia del Tribunal Constitucional del pasado miércoles. Una sentencia que se ha dictado con rapidez, con una literatura jurídica cuidadosamente calculada, y acordada por unanimidad de los once magistrados que componen el órgano de garantías constitucionales. Catalunya –qué paradoja– está rehabilitando al Constitucional.
Tres aspectos son esenciales: 1) el acuerdo del Parlament, además de naturaleza política, la tiene también jurídica; 2) la resolución independentista, con su anexo, es un todo que se ha enjuiciado por el TC como tal, y 3) la reiterada resolución era un “acto fundacional” de un Estado catalán independiente en forma de república. Como “no cabe contraponer la legitimidad democrática y la legalidad constitucional en detrimento de la segunda”, el Tribunal declara su inconstitucional y la anula en su totalidad.
Tanto en el terreno político como en el jurídico, la cuestión independentista estaba clara desde que el propio Constitucional resolvió sobre la anulación de parte de la declaración soberanista del Parlament de Catalunya de enero del 2013. Las constantes remisiones a esa sentencia en la del pasado miércoles han facilitado su redacción, incluyendo –además de la unanimidad del Tribunal– la insistencia en que la democracia española –a diferencia de las militantes en Francia o Alemania– es procedimental, esto es, que la Constitución no es una lex perpetua y que es modificable ateniéndose a los procedimientos de reforma que ella prevé. Lo cual supone que intentar la independencia a las bravas, unilateralmente, por la fuerza de los hechos consumados no es más que un desiderátum disparatado.
Uno de los aspectos más llamativos de este procedimiento ante el TC consiste en la literalidad de las alegaciones del Parlament de Catalunya para oponerse a la admisión del recurso del Gobierno. Son alegaciones vergonzantes. Aducen que el acuerdo parlamentario era “simplemente indicativo” y no una “instrucción vinculante”, de tal manera que la propia Cámara catalana, a través de sus letrados y de su presidenta, vacía de contenido normativo, imperativo por tanto, la resolución, contradiciendo su sentido, los términos de su redacción y el carácter solemnemente constituyente que se le otorgó. Tirar la piedra y esconder la mano.
Realmente, la conducción del proceso soberanista en Catalunya supera cualquier previsión de excentricidad e, incluso, de extravagancia. Que JxSí haya impulsado de manera efímera la resolución del pasado 9-N para seducir a la CUP y lograr –sin conseguirlo por el momento– la investidura de Artur Mas es una de las operaciones políticas más irresponsables de las que se tenga noticia en un sistema democrático. Y resulta frívolo, y hasta hiriente para los más crédulos independentistas, que, aprobada la resolución secesionista, la Generalitat se haya aprestado a reconocer no sólo la legitimidad del Tribunal Constitucional sometiéndose a su jurisdicción, sino también las condiciones de carácter técnico que le ha impuesto el Ministerio de Hacienda para cobrar las partidas del FLA. Entre lo que se proclama y lo que se hace parece mediar un abismo que la opinión pública, en Catalunya y fuera de ella, percibe con la sensación de que el secesionismo se ha convertido en un juego de tactismos.
Las debilidades del proceso soberanista que ahora se perciben con nitidez tienen su origen en la insuficiencia cuantitativa y cualitativa de sus fundamentos teóricos y prácticos. La facilidad con la que, en un país tan dado a la bandería judicial como es España, el TC ha logrado la unanimidad sobre la inconstitucionalidad de los actos parlamentarios esenciales en el proceso y las grietas abiertas entre las fuerzas separatistas, así como la progresiva pérdida de energías sociales en sostener los propósitos secesionistas, debieran aconsejar una ya ampliamente reclamada rectificación. El separatismo caótico y desordenado que arrancó con la coalición de JxSí –tan efímera como la propia resolución secesionista del 9-N– no conduce a ningún horizonte reconocible como sensato y pragmático. Amenaza, además, como ya ha ocurrido otras veces en la historia catalana, con propiciar un vuelco en la correlación de fuerzas políticas dejando el país a las minorías más activistas y extremas frente a las mayorías estabilizadoras, desmovilizadas por la insensatez de sus dirigentes. Sería esperpéntico que ahora, tras la sentencia del TC, la realidad política convulsa de Catalunya, el debilitamiento de las fuerzas secesionistas y el hartazgo general ante la situación de conjunto, comenzase la militancia en una inútil desobediencia civil tal como se apunta ya en algunas instancias.
La independencia a las bravas, mediante hechos consumados, es un desiderátum disparatado