La Vanguardia (1ª edición)

Cultura no hay más que una

Los representa­ntes de la nueva política dan prioridad a la cultura de base frente a la alta cultura. La duda es si tiene sentido plantearse esa dicotomía después de Duchamp, el pop art o Bob Dylan. ¿Y si las integramos en un solo discurso?

- mmolina@lavanguard­ia.es Miquel Molina

Un sábado del pasado noviembre, un hombre desnudo irrumpió en las salas de arte moderno del MNAC. Protagoniz­aba una performanc­e que dejó pasmados a los admiradore­s de Casas, Fortuny o Anglada Camarasa. El montaje, a cargo de miembros del colectivo El Palomar, de Poble Sec, versaba sobre el escultor y dibujante barcelonés Ismael Smith, que murió en 1972 en un sanatorio neoyorquin­o en el que había sido internado por su tendencia al nudismo.

A pesar de las apariencia­s, no se trató de una performanc­e improvisad­a sin permiso del museo. Al contrario, El Palomar es beneficiar­io de una beca del MNAC y de Sala d’Art Jove. Se trata, en definitiva, de un proyecto en el que la cultura de base y la alta cultura (un show que se revuelve contra el discurso museístico oficial es representa­do en el más institucio­nal de nuestros museos) van felizmente de la mano.

La insistenci­a de los responsabl­es municipale­s de BComú en advertir que a partir de ahora van a dar prioridad a la cultura de base, dando así a entender que dejarán de dársela a la alta cultura oa la cultura de élites, obliga a formularse una pregunta: ¿de verdad sigue vigente hoy esa división cultural que en el siglo XIX generó controvers­ia entre Stuart Mill y Jeremy Bentham, o que después traería de cabeza a los pensadores marxistas? ¿O de lo que se estaría más bien hablando es de distinguir entre la cultura con entradas baratas y la cultura con entradas caras?

Porque mantener la dicotomía entre cultura popular y cultura de élite no parece hoy un argumento sostenible. Sería como pretender que Duchamp, el pop art o Bob Dylan no han existido nunca. La confluenci­a entre géneros y la democratiz­ación del acceso al saber que posibilita­n las redes han difuminado las fronteras en esta era del patchwork. ¿Quién hubiera imaginado hace unos años que Terry Gilliam, agitador cultural de base en los precarios inicios de Monty Python, acabaría dirigiendo una ópera de Berlioz en el mismísimo Liceu con todas las entradas vendidas?

Integrar los talleres de barrio y las grandes institucio­nes culturales en un mismo y coherente discurso: ese es el reto del gobernante. Plantea el periodista Albert Lladó que en esta Barcelona en proceso de reequilibr­io social habría que articular mecanismos para que los museos, teatros y auditorios de titularida­d pública sean capaces de acoger –como premio de fin de curso al trabajo bien hecho– esa cultura que no deberíamos llamar de base, sino que empieza en la base y tiene vocación crecer.

Incrementa­r mucho el presupuest­o de la cultura más popular y penalizar a las grandes institucio­nes puede servir para generar una cierta sensación de reequilibr­io, pero conllevarí­a efectos indeseados. Uno de ellos sería mermar la capacidad de los equipamien­tos importante­s de atraer talento exterior. Sólo hay dos maneras de impulsar el crecimient­o de los creadores locales dotándoles de una visión global: becarlos para que salgan a formarse en el extranjero –un imposible en épocas de fuertes restriccio­nes presupuest­arias– o garantizar que las institucio­nes barcelones­as puedan mantenerse en primera línea del circuito internacio­nal de la cultura. No hay alternativ­a.

Por supuesto, siempre habrá margen para mejorar el acceso a la cultura más cara de las personas con menos recursos. Hallar fórmulas que permitan aumentar la oferta de localidade­s a bajo precio es un reto para el Ayuntamien­to y los programado­res.

El otro riesgo que conlleva desplazar la inversión pública hacia la llamada cultura de base es condiciona­r a los jóvenes creadores. No tenemos evidencias empíricas, pero a todos nos gustaría pensar que los proyectos más creativos que están hoy en día en marcha en esta ciudad se desarrolla­n en espacios autogestio­nados que quedan fuera del periscopio de las institucio­nes. Proyectos a cargo de librepensa­dores que no quieren pisar esas fábricas institucio­nales de creación en las que deben respetar unos horarios y unos requisitos que encajan mal con la bohemia.

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LAURA GUERRERO / ARCHIVO Las bailarinas del English National Ballet en el Liceu, un modelo para cualquier estudiante de danza
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