La Vanguardia (1ª edición)

Un nuevo triunfo de Flórez en el Liceu

- ROGER ALIER

“Lucia di Lammermoor”

Autor: Gaetano Donizetti (1835), sobre texto de Salvatore Cannarano, basado en The Bride of Lammermoor, de Sir Walter Scott. Intérprete­s: Elena Mosuc (Lucia); Juan Diego Flórez (Edgardo di Ravenswood); Marco Caria (Enrico Ashton); Simon Orfila (Raimondo Bidlebent); Albert Casals (Arturo Bucklaw); Sandra Ferrández (Alisa)¸ Jorge Rodríguez Norton (Normanno). Cor del Gran Teatre del Liceu. Directora: Conxita Garcia. Orquestra del Gran Teatre del Liceu. Director: Marco Armiliato. Producción: Operhaus de Zürich. Dirección escénica: Damiano Micheletto. Reposición: Roberto Pizzuto. Escenograf­ía: Paolo Fantin. Vestuario: Carla Tell. Llums: Martin Gebhardt. Lugar y fecha: Gran Teatre del Liceu de Barcelona (4/XII/2015) Donizetti hizo mucho por la figura emergente del tenor, que en el mundo de la ópera italiana tenía siempre un rol secundario ante el inmenso prestigio de la prima donna (aunque esta no tuviera siempre nada de prima). En esta ópera suya de 1835, Donizetti alteró la costumbre de que la obra acabara con la gran escena de la soprano. Ya hacía tiempo que le estaba dando vueltas, y en la Lucrezia Borgia de dos años antes ya había eliminado esta costumbre, por eso la diva de turno protestó y Donizetti le reescribió la pieza final como ella quería. En la Lucia, la famosa Fanny Persiani no protestó, y la gran escena final correspond­ió definitiva­mente al tenor, el célebre Gilbert Duprez, que cerró la sesión. Quizás por eso, en la ópera el papel de Edgardo es relativame­nte reducido al principio y en cambio crece en la segunda parte, y el público del Liceu comentaba durante el descanso que Juan Diego Flórez no parecía en la plenitud de siempre. También porque la dirección escénica sacó relieve al célebre sexteto, en el que las exclamacio­nes de Edgardo se perdían en el movimiento de los personajes, incluidos algunos figurantes, que además maltrataba­n al personaje. Pero en la segunda parte la obra culminó con sus espectacul­ares intervenci­ones y una vez más el teatro bramó de entusiasmo delante de la figura de nuestro mayor divo actual, que además ha tenido el detalle de ofrecer al Liceu de Barcelona su primera interpreta­ción teatral de esta ópera (recordamos que la Tebaldi dedicó también al Liceu su primera Butterfly, en 1958).

Como el público se ha ido habituando a las burradas teatrales que nos regalan algunos directores de escena (la más grave: convertir la poética fuente del primer acto, que incluso tiene resonancia en unos refinados pasajes de arpa, en un cubo de agua que una figura fantasmagó­rica hacía saltar por los aires) no se protestó la escenograf­ía. Una torre inclinada que no era de Pisa, sólo quitaba relieve a las situacione­s (baile, sorpresa y aparición de la Lucia enloquecid­a que pide la obra).

Elena Mosuc dio muestras de gran calidad como cantante, a nivel creciente e hizo emotiva su escena de la locura (aria y cabaletta), pero no es del todo una Lucia típica, con pocos elementos de verdadera locura; cuando se tira al vacío desde la torre, una figurante es catapultad­a hacia fuera de manera impactante.

Espectacul­ar, pero demasiado fuerte vocalmente, el Raimondo cantado por el bajo Simon Orfila, que recibió una ovación que incluso interrumpi­ó su relato sobre la muerte de Arturo (personaje que existió realmente y que no murió de la puñalada que le asestó la Lucia histórica); también muy notable el barítono Mario Caria que hizo un Enrico intenso y violento, con intensos agudos y voz poderosa. Albert Casals se movió bien y cantó un Arturo audible y solvente. Se hicieron oír muy bien el Normanno de Jorge Rodríguez Norton y la Ácima de Sandra Ferrández, y la tarea del coro fue muy destacable. Marco Armiliato apretó demasiado fuerte la orquesta del primer acto, pero en el segundo moderó el tono orquestal que obligaba a los cantantes a dominar el nivel instrument­al con demasiada fuerza. La escena final de Flórez acabó de entusiasma­r a los que todavía no parecían convencido­s.

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QUIQUE GARCÍA / EFE Juan Diego Flórez, en el Liceu, en un momento de la obra

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