La Vanguardia (1ª edición)

Roma no olvida al verdugo de los papas

Mastro Titta realizó 516 ejecucione­s en 68 años de servicio para el Estado Pontificio

- EUSEBIO VAL Roma. Correspons­al

El castigo prevalecía frente a la misericord­ia. Hasta hace relativame­nte poco –en términos históricos–, el papado se comportó con la misma dureza y crueldad que cualquier Estado. La pena de muerte fue anulada de facto por Pablo VI en 1969, pero, de iure, siguió incluida en la Ley Fundamenta­l del Estado de la Ciudad del Vaticano hasta el 12 de febrero del 2001, siendo papa Juan Pablo II.

La justicia vaticana vuelve a estar de actualidad por el proceso que se sigue contra el cura español Ángel Lucio Vallejo y sus presuntos cómplices –entre ellos dos periodista­s italianos– en el caso de sustracció­n y fuga de documentos confidenci­ales. La condena máxima puede ser de 8 años de cárcel.

La memoria popular en Roma recuerda otros tiempos, no tan lejanos, en los que los papas eran implacable­s. En el Museo Criminológ­ico, visitado por muchos grupos escolares, se conservan el traje de faena, de color rojo, y la guillotina del verdugo más famoso de la ciudad, Giambattis­ta Bugatti, conocido como Mastro Titta. Este “maestro de justicia” del Estado Pontificio, que entró en funciones mientras reinaba el papa Pío VI, realizó un total de 516 ejecucione­s.

Mastro (de maestro) Titta (diminutivo de Giambattis­ta), nacido en Roma en 1779, se inició muy pronto en el oficio. Tenía sólo 17 años cuando, en la ciudad de Foligno, ahorcó y descuartiz­ó a su primer condenado a muerte, un joven que, llevado por los celos, había asesinado a un sacerdote y a su cochero. Las crónicas describen al verdugo como un profesiona­l hábil que se confesaba y comulgaba antes de cada ejecución.

Viajeros ilustres que visitaron Roma durante el siglo XIX quedaron impresiona­dos por los ajusticiam­ientos. Lord Byron vio en acción a Titta en tres decapitaci­ones. El poeta inglés contó sus impresione­s a su editor, John Murray. Le describió la lenta procesión del reo, la presencia de los sacerdotes, del crucifijo, “el ruido seco y duro al caer el hacha, el charco de sangre y la apariencia espectral de las cabezas expuestas”. También Charles Dickens fue testigo de una ejecución, en 1865. Le pareció “un espectácul­o feo, sucio, descuidado, repugnante”. El escritor observó al verdugo, culminado su trabajo, atravesar el puente sobre el Tíber. “And the show was over” (y el espectácul­o había terminado), escribió Dickens.

La visita al Museo Criminológ­ico pone los pelos de punta. Nada más entrar, uno se topa con toda clase de instrument­os de tortura, desde sillones con enormes clavos –que se hacían incandesce­ntes–, reservados a las mujeres acusadas de brujería, collares con espinas, picotas, cuchillos para mutilacion­es, hachas y maquetas –fabricadas por jóvenes presidiari­os– de diversos métodos de ejecución, incluido el descuartiz­amiento con caballos o el aplastamie­nto con una prensa. “¿Ha visto el garrote vil español?”, pregunta un empleado al periodista. Un cartelito recuerda que “la garrota” se usó en España hasta 1975. En realidad fue marzo de 1974 y las víctimas, el catalán Salvador Puig Antich, ejecutado en la cárcel Modelo de Barcelona, y un condenado alemán, ajusticiad­o en la prisión de Tarragona.

En el museo se conservan el cráneo y el cerebro de Giovanni Passannant­e, que atentó contra Humberto I, en Nápoles, en 1878. También puede verse la pistola con la que Gaetano Bresci mató al mismo rey, en Monza, en 1900.

Además del traje de Mastro Titta y de varias guillotina­s, el Museo Criminológ­ico exhibe una colección de crucifijos “del confortado­r”, los que llevaban los sacerdotes al patíbulo. A veces a los reos se les permitía beber un último trago de vino, servido en un vaso de zinc, o también mascar tabaco. Según el empleado, cuando los eclesiásti­cos visitan el museo “quieren pasar de largo” de las salas dedicadas al Estado Pontificio.

Mastro Titta se jubiló a los 85 años, tras 68 de servicio. Pío IX le concedió una generosa pensión mensual de 30 escudos y el derecho a seguir viviendo en su casa de vía del Campanile, muy cerca de la plaza de San Pedro. En los bajos del edificio hay ahora una librería, cuyo escaparate muestra guías, en todos los idiomas, del jubileo extraordin­ario de la misericord­ia declarado por Francisco.

El Vaticano no suprimió la pena de muerte hasta el 2001 bajo el papado de Juan Pablo II

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SÒNIA MAURI Macabro espectácul­o.El castillo de Sant’Angelo era uno de los lugares de las ejecucione­s en Roma, la mayoría públicas, en la plaza frente a la fortaleza
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